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El Tesoro de Blas de Lezo. Viaje a Cartagena de Indias

Sociedad /Mundo | Crónica | 28.JUL.2023

El Tesoro de Blas de Lezo. Viaje a Cartagena de Indias

Cartagena de Indias, 31 de julio de 2019

"¿Una foto, mi amor?" Pregunta una "palenquera" mientras mi hermana y yo pasamos frente a ella; es preciosa, fresca, colorida, rítmica, como la ciudad, como las calles repletas de balcones, como la memoria del Gabo García Márquez que vino a derrochar el sueño de los justos en las entrañas del antiguo claustro de la Merced.

Un vuelo corto y de bajo costo, en un avión con muchas millas en el tablero, fue el puente entre la polémica Ciudad de Medellín y la perla del caribe colombiano: Cartagena de Indias. El arribo fue sólo manchado por el retraso del despegue, una nimiedad que fácilmente se vio superada por el esplendor de la antigua metrópolis defendida por el comandante Blas de Lezo, ese que fue apodado "el medio hombre" por ser tuerto, manco y cojo. Calles envueltas de enredaderas y macetas, balcones limeños, barrotes de madera, tejas de ladrillo, cal, piedra, polvo de moluscos y corales.  

 

 

Tierra de difuntos, arena fina y oscura, así es la vieja entrada a las otrora Indias Occidentales. Desde su fundación en el siglo XVI ha servido para reservar celosamente el brillo de los metales, el aroma de las mujeres y el dulce de las frutas. ¿Quién defiende? En Giza estaba la imponente Esfinge, cuyo rostro, aseguran, perteneció al padre de Kefrén; en este apéndice de la América caribeña, las murallas, los baluartes y las trincheras, parecen ser los herrajes y cerrojos de un cofre del tesoro, uno grande, el más exótico de todos... Ahí, en el fondo del baúl, en los adoquines manchados por el ron y sudor de piratas, en los zaguanes de madera cubiertos por innumerables capas de petróleo y resinas -buscando salvarse del inclemente vaho del mar-, ahí nos llevó Dios por 8 mil pesos colombianos desde el aeropuerto cartaginés (el cual asemeja más a una estación de autobuses que a una terminal aérea).

Pasajeros en un viejo Hyundai Atos color amarillo, impulsados por el regateo logrado con su chofer, nos internamos como Francis Drake en las entrañas de la imponente ciudadela, con la maleta a cuestas, el cuchillo entre los dientes y un corazón dispuesto a robar de cada esquina el recuerdo más perfecto de la aventura emprendida. Mis ojos, doblegados por las flores, las lágrimas y la brisa marina, no podían dejar de atrapar colores; me congestioné visualmente y mi cerebro comenzó a olvidar viejos equipajes: memorias de soledades, angustias, reproches y mentiras. La mente se diluía entre imágenes inverosímiles, materializadas quizá en las manos de algún viajero solitario que escribió novelas fantásticas o cuentos épicos para consentir los caprichos de una hija mía -aún no nacida-. Una ciudad que late, que resplandece, que transpira leyendas; en una calle, siglos atrás, se levantaron en armas los esclavos; en otra, se colectaron estancos de tabaco y oro; a la vuelta de una esquina, Simón Bolívar entró triunfante; en un callejón brindó la humilde guarnición española tras la derrota de los británicos veleidosos.

 

 

Hoy Cartagena encierra misterios que ni el más atinado cronista podría descifrar; lastimosamente, no toda la ciudad inhala y exhala al mismo compás. Por un lado, la épica localidad guarecida entre muros parece vivir en la opulencia infinita, el glamur comercial y la moda más vanguardista. En otra sección, la emergente villa turística de Getsemaní abraza a sus habitantes distinguidos en una superficie reducida (algunas calles, nada más), relegando a los infames a periferias de terracería y miseria que el turista ya no pisa. En la zona norte, sofisticados edificios albergan hoteles elitistas, que suelen ser invadidos en sus zonas playeras por vendedores de rostros oscuros, cabello hirsuto y complexiones atléticas, que venden cualquier cantidad de accesorios de vestimenta y artículos chinos con el nombre de la ciudad. Finalmente, en la zona oriental y siguiendo por la avenida 36 hacia su punto más lejano en el fuerte de San Felipe de Barajas, las casas de los empleados, los negocios donde compran ropa, víveres, se divierten o descansan. Ahí la vida es otra, sin murallas, fraterna, abierta, asequible.

En medio del barullo, seguiré buscando los ecos de Blas de Lezo quien se burló de la temible flota británica, sólo para que yo me sintiera, siglos después, más inspirado en la redacción de esta crónica.

 

Voy y vengo.

Luis Gerardo Ortiz Corona