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16 Septiembre 2024, Puebla, México.

Lectura de la realidad en clave de juventudes / Mario Ernesto Patrón Sánchez

Universidades /Sociedad civil organizada | Ensayo | 3.SEP.2024

Lectura de la realidad en clave de juventudes / Mario Ernesto Patrón Sánchez

Quinto Informe Ibero Puebla 2023-2024

El inicio de este rectorado coincidió con la promulgación de las Preferencias Apostólicas Universales de la Compañía de Jesús, que cumplen ya los primeros cinco de sus diez años de vigencia. El arribo a la mitad del camino es una invitación a subrayar su pertinencia y a refrendar nuestra adhesión a sus propósitos.

Las Preferencias proponen cuatro ejes de acción prioritaria relacionados con ámbitos de la realidad en los que se advierten necesidades especialmente urgentes:  compartir la riqueza de la espiritualidad ignaciana como vía de encuentro con Dios; caminar junto a los pobres, los descartados del mundo, los vulnerados en su dignidad en una misión de reconciliación y justicia; acompañar a los jóvenes en la creación de un futuro esperanzador, y colaborar en el cuidado de la casa común.

Como horizonte de acción común para las obras jesuitas en el mundo, todas son igualmente importantes e indisociables entre sí, pero el llamado a acompañar a los jóvenes es especialmente cercano al corazón y a las tareas de las universidades jesuitas.

El nivel de complejidad que para las universidades representa el desafío de acompañar a las juventudes solo rivaliza con su trascendencia, pues lo que hoy se juega es la pertinencia misma de la institución universitaria ante una oportunidad quizá definitiva de intervenir en la configuración del mundo futuro. Para ello, como Universidad, resulta imprescindible profundizar nuestro esfuerzo por mirar la realidad desde las perspectivas de las juventudes en sus diversos contextos; abrazar su verdad, sus contradicciones, sus conflictos, sus miedos y sus dolores; pero, también y, sobre todo, dejarnos cargar por su audacia y su potencia; dejarnos mover por su imaginación y su generosidad; en suma: comprometernos con la esperanza de la que ellas y ellos son anuncio.

Hace cinco años, en el documento de exposición de las Preferencias Apostólicas Universales, la Compañía de Jesús ofrecía una incisiva caracterización de los principales condicionamientos que las juventudes actuales enfrentan en su caminar; cito:

“La juventud es un momento de tomar decisiones fundamentales y el comienzo del proceso de hacer realidad y cumplir nuestros sueños. Y sin embargo, los jóvenes de hoy enfrentan enormes desafíos: la incertidumbre de las relaciones en una era digital, la disminución de las oportunidades de trabajo, el crecimiento de la violencia política, la discriminación y la degradación del medio ambiente. Todo esto hace que les sea difícil encontrar un camino donde puedan construir relaciones de apoyo, personales y familiares, basadas en sólidos fundamentos espirituales y financieros.”

Cinco años después, con una inesperada pandemia de por medio, hay que reconocer que el camino de nuestras juventudes no es menos agreste que el descrito por la Compañía de Jesús en aquel momento. Las investigaciones especializadas hechas después de la emergencia sanitaria coinciden en señalar la profundización de cuatro grandes condicionantes del presente y el futuro de los 1,800 millones de personas agrupadas en esta categoría etaria en el mundo: vulnerabilidad, precarización, desigualdad y violencias.

En el seno de las comunidades universitarias hemos experimentado vivamente la crisis de la salud psicoemocional de las juventudes, preexistente a la pandemia por COVID-19 pero que esta puso en evidencia y exponenció, con un notable incremento de casos de ansiedad, estrés, depresión, ideación suicida y trastornos alimentarios, entre otros. Esta problemática se ha mantenido en la pospandemia como una pauta sostenida en diversas partes del mundo, lo cual invita a entenderla como un malestar epocal derivado de la sensación de cancelación de las perspectivas de futuro que, aunque atraviesa a la totalidad del cuerpo social, ciertamente afecta de modo especial a las generaciones más jóvenes que, en sus respectivos y diferenciados contextos de vida, ven comprometido el ejercicio, en presente y en futuro, de buena parte de sus derechos.

Lamentablemente las notas dominantes de nuestra época dan cuenta, en efecto, de esa crisis civilizatoria que siembra desencanto en los corazones de nuestras juventudes: vivimos en un mundo en guerra, con numerosos conflictos diseminados en todas las regiones del mundo alimentados por el nacionalismo, el racismo, el tribalismo y la discriminación, que han reavivado el temor a una confrontación global de consecuencias inimaginables. Asimismo, son cada día más patentes los efectos del cambio climático y las consecuencias de la depredación de los bienes comunes. En los últimos años ha prevalecido un ánimo de polarización en el que las formidables innovaciones tecnológicas aplicadas a la información no necesariamente han favorecido el diálogo, la colaboración y la concordia, sino que han sido usadas a menudo como medios para profundizar la distorsión de la realidad, la manipulación, la atomización social y una cultura centrada en el consumo.

Tienen razón pues las juventudes en sentirse desencantadas con un modelo civilizatorio que ofrece tan pocos márgenes al optimismo.

El ámbito laboral contemporáneo se ha mostrado como un espacio que permite advertir mejor las desigualdades que hoy padecen las juventudes. En las últimas décadas, debido a la desestructuración provocada por la globalización económica, pero también por el debilitamiento del Estado como garante de derechos en general y de derechos laborales en particular frente al poder dominante de los grandes actores económicos, el mundo del trabajo ha experimentado profundas transformaciones que han vuelto problemática la incorporación y la experiencia de las juventudes en el ámbito laboral, transformándolo en un espacio caracterizado por la transitoriedad, la flexibilidad y el cortoplacismo.

Los efectos de dichas dinámicas no solo dificultan sus procesos de autonomización, sino que dejan cicatrices duraderas en su carácter e identidad, además de ser importante factor de despolitización y desarticulación entre las propias juventudes, al imponer el individualismo y la competencia como valores dominantes. Ciertamente estas nuevas condiciones en el mundo del trabajo son vigentes para todos los grupos etarios. Sin embargo, numerosos estudios dan cuenta de la acentuada condición de desigualdad en la que se encuentran las juventudes. Las cifras oficiales más recientes disponibles (2022) revelan que las y los jóvenes que desean y buscan participar en el mercado laboral enfrentan un panorama más complicado que el trabajador promedio, pues son el grupo poblacional con la tasa de desocupación más alta, de 6.4%, casi el doble que la tasa de desocupación nacional. Asimismo, de los más de 9 millones de jóvenes que trabajan o están en busca de empleo, el 48.8% de ellas y ellos laboran entre 35 y 48 horas a la semana y el 44.9% recibe una remuneración máxima que apenas rebasa los 5,000 pesos mensuales. Asimismo, la tasa de informalidad entre las juventudes es la segunda más alta en nuestro país, solo después de la de los adultos mayores, y se ubica más de 10 puntos porcentuales por encima del promedio. De cara al futuro, este es un indicador preocupante pues se ha observado que los jóvenes que ingresan al mercado laboral con un empleo informal tienen una mayor probabilidad de permanecer en condición de informalidad a lo largo de su trayectoria profesional, lo cual les predispone a un futuro en condiciones inestables y precarias.

 

 

"El mundo del trabajo ha experimentado profundas transformaciones que han vuelto problemática la incorporación y la experiencia de las juventudes en el ámbito laboral,  transformándolo en un espacio caracterizado por la transitoriedad, la flexibilidad y el cortoplacismo."

Asimismo, diversos especialistas estiman que la brecha salarial entre las personas mayores de 29 años y la población trabajadora con edades inferiores a los 29 años es superior al 10%, debido a lo cual se habla de una condición de adultocentrismo dominante en el mercado laboral, que somete a las juventudes a un trato desigual que se refleja no solo en menores salarios sino en mayores problemas de inserción y estabilidad laboral, trato discriminatorio por sus opciones y apariencia; y un menor acceso a prestaciones sociales, por no hablar de la enorme carga que supone la transferencia a las juventudes del costo de la manutención del sistema de pensiones de las generaciones anteriores.

Frente a este contexto, la educación sigue siendo en nuestro país un factor de mejoramiento de las condiciones laborales de las juventudes, con tasas de informalidad casi 25% más bajas e ingresos 20% mayores que los de la población que no accedió a los estudios universitarios.

Por ello es motivo de interés prioritario para nuestro país garantizar que el derecho a una educación pertinente y de calidad sea vigente para todas y todos, como hemos buscado hacer en nuestra Universidad, no solo brindando algún tipo de apoyo educativo al 63% del alumnado de licenciatura, sino, también articulando esfuerzos transversales para acompañarles y prevenir los riesgos de interrupción o abandono de sus trayectorias, pues, sostenemos con Ellacuría que las universidades, y particularmente las de gestión privada, no pueden limitar su acción a brindar una carrera profesional a un núcleo ínfimo de la población que ya tiene acceso a determinados privilegios, pues eso significa limitar las potencialidades de servicio que la universidad puede brindar a toda la sociedad.

Ello es tanto más importante si advertimos las cifras oficiales del ciclo escolar 2022-2023, que revelaban que solo 4 de cada 10 personas de 18 a 22 años se inscribieron a la Universidad, en tanto que la cobertura a nivel nacional de la educación media superior es actualmente del 78.4%, cifra que muestra una disminución respecto de los niveles previos a la pandemia, que rozaban el 85%. No obstante, más allá de la cobertura, quizá el dato que mejor ilustra las dimensiones del problema que enfrenta nuestro sistema educativo es la eficiencia terminal, pues las estimaciones dicen que, de cada 100 niñas y niños que ingresan a la educación básica, solo una cuarta parte termina la educación superior; con acentuadas tasas de abandono especialmente en los niveles medio-superior y superior; y con expresiones muy contrastantes entre las regiones en nuestro país, derivadas de las enormes asimetrías socioeconómicas que nos caracterizan.

Las desigualdades erosionan el vínculo social y sus diversas expresiones dificultan la construcción de relaciones de pertenencia, identificación mutua, solidaridad y agencia colectiva entre las juventudes, lo cual acentúa su situación de atomización, precariedad y vulnerabilidad, sustrato que es caldo de cultivo para que entre ellas y ellos se reproduzcan diversas formas de violencia.

Debido a ello, solo es pertinente hablar de juventudes así, en plural, e intentar comprenderlas en su respectiva situación, evitando la tentación de simplificar sus modos de vida, mediante etiquetas que les estigmatizan y cancelan los puentes de diálogo intergeneracional que son indispensables para, como humanidad, hacernos cargo de los formidables desafíos de nuestro momento histórico y romper la parálisis de un entramado institucional que se ha mostrado incapaz de encauzar una refundación profunda de la vida social que abra espacios a la esperanza.

Una muestra inquietante del descrédito que padecen las instituciones entre las juventudes es la creciente falta de apoyo a la democracia, que sólo suscita el respaldo del 43% de la población de entre 16 y 25 años en América Latina, según el reporte más reciente del Latinobarómetro; en tanto que la actitud hacia el autoritarismo alcanza ya un 20% de abierto respaldo entre la población juvenil, mientras que al 30% le da lo mismo el tipo de régimen político que ejerza el poder público en su sociedad, mientras sea eficaz.

Estos signos subrayan la necesidad de que las universidades —que  conservan entre la sociedad un reconocimiento superior al de buena parte de las instituciones— reivindiquen su papel político, tomando distancia de esa pretendida asepsia de la universidad que facilita la reproducción de las condiciones de  desigualdad imperantes en la sociedad, al reducir la acción universitaria a formar profesionistas hábiles en las dimensiones técnico-profesionales, pero políticamente desagenciados e inactivos.

Sin embargo, ello no significa que la Universidad deba ejercer su papel político como una práctica de alienación institucional y adocrinamiento de las juventudes favorable a uno u otro de los poderes y posicionamientos político-ideológicos y económicos que simplifican la realidad y buscan absolutizarla en el espacio público, generando efectos polarizantes como los que hoy prevalecen en buena parte del mundo. No, se trata de que la Universidad sea un instrumento útil para que nuestras sociedades consigan superar la doble trampa de la fachada democrática o de la mera democracia formal, en pos de una democracia sustantiva que sea realmente capaz de honrar la complejidad de la realidad, dar cauce a la diversidad y conflictividad que caracteriza nuestras sociedades y resuelva los problemas fundamentales de las mayorías descartadas, que son el sujeto social por el que la Universidad debe tomar partido.

Para la IBERO Puebla, ese es el camino para remontar la generalizada impotencia reflexiva que está en la raíz de la crisis de salud mental de la que hemos hablado previamente. Es innegable que nuestras juventudes son plenamente conscientes de que las cosas en la realidad no están bien, pero se sienten limitadas para hacer cambios significativos, pues se ven rodeadas de expresiones que les persuaden de que no hay otra forma posible de organización social más que la configurada por la economía de mercado, a cuya lógica, les insisten, más vale plegarse. Una lógica que autoriza hacer lo que sea necesario para participar de un modelo de vida centrado en la búsqueda incesante de la satisfacción de deseos, inoculados por un ecosistema de estímulos a la medida, que todo lo transforma en mercancía con una eficacia sin precedentes gracias al rampante proceso de digitalización de la economía.

"Solo es pertinente hablar de
juventudes así, en plural, e
intentar comprenderlas en su
respectiva situación, evitando
la tentación de simplificar
sus modos de vida, mediante
etiquetas que les estigmatizan
y cancelan los puentes de diálogo
intergeneracional."

La transformación del actual estado de cosas pasa necesariamente por la necesaria reconfiguración del mundo de las relaciones intersubjetivas de las juventudes, que hoy está fuertemente intervenido por esta dinámica tcnoeconómica que es paradigma dominante en la vida social actual, pues con la privatización irrestricta del internet hace cuatro décadas, el derrotero de las  potentes aplicaciones tecnológicas en el mundo de la comunicación quedó atado a un interés lucrativo que ha privilegiado su uso como instrumento orientado a intensificar el consumo, antes que a favorecer el acercamiento del usuario con lo real, el diálogo, la organización y la intervención social en la definición de lo público.

Por eso no es extraño que nuestras juventudes, que nacieron y han crecido en un entorno incierto y precario, en el que han visto canceladas valiosas oportunidades de encuentro con lo real, de convivencia y articulación, hayan sido arrojadas en brazos de este modelo de comunicación virtual instrumentalizado por intereses lucrativos, que les miran como prosumidores rentables y, como tales, los segmentan y criban la información que han de recibir; todo lo cual condiciona la profundidad y duración de sus vínculos al contaminarlos con una lógica transaccional que, de este modo, disminuye sus posibilidades de implicación e intervención colectiva en la transformación de sus entornos.

En la dimensión educativa, ello se traduce en la reivindicación de la presencia personalizada, del cuidado mutuo y de procesos de enseñanza-aprendizaje situados en la realidad como condición fundamental para una apropiación del conocimiento que no se reduzca a la asimilación individualista de contenidos, sino que contribuya realmente al desarrollo integral de la persona en compromiso activo con su contexto, tal como lo propone la pedagogía que las universidades jesuitas hemos propuesto a nuestras sociedades desde hace casi 500 años.

Lo dicho hasta aquí no es en absoluto un examen exhaustivo sino apenas una mirada sobre algunos de los principales escollos que la realidad presenta hoy a nuestras juventudes y enrarecen su perspectiva de futuro. Por fortuna, como lo ha dicho recientemente Franco Berardi, debemos recordar que el futuro no sigue un orden lógicamente lineal respecto del presente, y en él laten ya numerosas dinámicas posibilitadoras de otros futuros mejores, encarnadas en actores colectivos e individuales en acción en diversos entornos. De ello hablan los testimonios que escucharemos a lo largo de este informe, que comparten con nosotros expresiones concretas de una transformación que nuestra Universidad alienta y acompaña, desde la profunda convicción de que no es posible entender el mundo ni su futuro sin la perspectiva y energía de las juventudes, pero tampoco es posible entender y mucho menos caminar junto a ellas y ellos si no nos acercamos a sus realidades complejas y asimétricas.

Para cambiar profunda y universitariamente el estado de cosas es imprescindible una cosa y también la otra. Esa es nuestro compromiso y desde él formamos, investigamos y buscamos incidir en la realidad.