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24 Marzo 2025, Puebla, México.

Un elogio al transporte público / Armando Pliego Ishikawa

Ciudad | Crónica | 19.MAR.2025

Un elogio al transporte público / Armando Pliego Ishikawa

Siempre que hablamos del transporte público en el contexto moderno, es para quejarnos. El estado en que se encuentra este servicio en Puebla es una realidad muy triste, producto de la negligencia de los gobiernos desde hace muchísimos años. La movilidad es una de las cartas de presentación que una ciudad te puede ofrecer. La experiencia que tenemos cuando visitamos un lugar está irremediablemente mediada por el cómo nos movemos por ella, y yo nunca conocí tanto de Puebla como cuando empecé a usar su transporte público, y sólo por el afán de contrastar un poco con la narrativa actual, quiero detenerme a recordar con optimismo algunas de mis experiencias en el transporte.

Mi primer viaje solo en transporte público fue en segundo de secundaria, en alguna ocasión en que mi familia había salido de viaje a Monterrey y yo me quedé en Puebla con una compañera de trabajo de mi madre que vivía cerca de nuestra casa. Debía llegar al Colegio Benavente, en la colonia El Carmen. Salí desde Mateo de Regil, al sur de la ciudad. Tomé la ruta 77a, que pasaba sobre una pequeña calle arbolada llamada Avenida Mercurio, donde se hacía un hermoso túnel por la fronda de los árboles. Esa hermosa arboleda ya sólo vive en mis recuerdos porque con el paso de los años se han hecho accesos vehiculares y nuevas casas que terminaron destruyéndola, pero eso merece su propia conversación.

Afortunadamente no tuve que esperar mucho para que el autobús pasara y además, al vivir cerca del lugar donde la ruta termina e inicia, había pocos asientos utilizados. Ocupé uno y puse mi mochila sobre mis piernas. Fui viendo la ciudad durante todo el recorrido de la ruta, mientras cada vez más gente ocupaba los asientos y al llenarse estos, siguieron con los pasillos. En un lapso de media hora llegué al Boulevar 5 de Mayo y me bajé del autobús para cruzar la calle a la altura de la 25, para caminar tres cuadras hasta llegar al colegio.  Al principio no lo noté, pero había encontrado una nueva libertad e independencia que marcaría los siguientes años de mi vida.

En tercero de secundaria, ya era común que si había alguna actividad a la salida de la escuela, no pasaran por mí mis papás sino que yo tenía que regresarme en transporte público. Además, al inicio de ese ciclo escolar, en otoño de 2006, entré al grupo Éxodo en la parroquia de Huexotitla, así que durante dos años de mi vida todos los sábados por la mañana tomaba la ruta 77a para bajarme en la esquina del Boulevard 5 de Mayo y la 16 de Septiembre, para caminar hasta la iglesia desde ahí.

Recuerdo con claridad cómo hice amigos de la escuela gracias a que usábamos la misma ruta en los mismos horarios. Cuando se liberaba algún asiento en caso de ir muy lleno el autobús o microbús, alguien se sentaba y ofrecía cargar la mochila de quien se quedara de pie. Cuando nos faltaba un peso para completar el pasaje, nos cooperábamos. Esos viajes en transporte público de regreso de la escuela nos daban la oportunidad de socializar. Allí experimenté solidaridad genuina y cotidiana. Incluso con desconocidos con quienes no era difícil empezar una conversación en la parada.

 

Mi gusto por la música metal me llevó a conocer muchos de sus subgéneros. Empecé a ir a conciertos a la Ciudad de México de manera frecuente. La primera vez fue en septiembre de 2007, que fui al Circo Volador para ver a Sonata Arctica, banda finlandesa de power metal. El papá de mi amigo Nacho nos llevó en autobús. En esa ocasión salimos muy temprano del Mega del Niño Poblano, de donde antes salían autobuses a CDMX, que luego se pasaron a Plaza Palmas y finalmente a Paseo Destino. Bajamos en Bulevar Puerto Aéreo y entramos a la Línea 1 del Metro. Trasbordamos a la 4 en Candelaria y luego a la 8 en Santa Anita para salir a metro La Viga.

En aquella época, no teníamos acceso inmediato a Google Maps ni internet móvil, por lo que aprender a navegar el metro, los transbordos y las rutas de camiones era una aventura en sí misma. Apenas había algunas líneas de metrobús y tenías que tener tarjetas distintas para cada una, como también nos sucedió en Puebla con las líneas de RUTA. Estos viajes me enseñaron a orientarme, a leer mapas y a pedir indicaciones.

Al entrar a la universidad, el transporte público se volvió parte esencial de mi rutina. En mis traslados diarios a la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas, aprovechaba el tiempo para leer, y fue una de las etapas en que más libros consumí. Usaba la 77A hasta Margaritas y luego la ruta Bicentenario verde hasta CU, donde el ambiente estudiantil hacía los trayectos más animados.

 

Además, era una gran ruta para los jóvenes universitarios, pues muchos de nosotros sin ingresos propios íbamos a Cholula para la vida social nocturna que allí sucede justo en la 14 Oriente. Tomábamos el Bicentenario que recorría muchas universidades, pasando frente a CU, el Tec de Monterrey, la Ibero, la UMAD, entre otras, y finalmente paraba en el Oxxo de Camino Real y Morillotla, desde donde iniciábamos el camino a pie de unos veinte minutos para llegar a la zona de los bares. A veces terminábamos la fiesta ya muy entrada la madrugada, y volvíamos caminando a ese mismo punto a esperar el primer Bicentenario que pasara de regreso hacia Puebla, al día siguiente.

También dentro del campus de la BUAP había toda una experiencia con el transporte público, gracias al Lobobus, el servicio gratuito que se ofrece para moverse al interior de CU, que en ese momento tenía varias líneas que después fueron integradas en un solo circuito. Lo usábamos para movernos de las facultades a la DAE, para hacer trámites, o a la recién estrenada Biblioteca Central.

Tiempo más adelante cambié de carrera, entré a Ciencias Políticas en la UNAM en el sistema sabatino y a la licenciatura en Comunicación en el CCU. Tomaba la extinta ruta 34, o la ruta 33 en Las Torres, frente a donde ahora es Paseo Destino, para un viaje corto, desde Municipio Libre hasta el CCU, pasando frente a las obras de lo que ahora es el Barroco y frente al Tec de Monterrey. Recuerdo con cierto orgullo alguna ocasión donde una chica desconocida con quien a veces compartía viajes en las saturadas mañanas en esas rutas, tocó mi hombro para acercarme una pequeña hoja de papel con su número telefónico. Fue en ese momento de mi vida donde desempolvé una vieja bici de casa de mis papás y me aventuré a recorrer la ciudad en bicicleta para ahorrarme unos pesos y unos minutos de mis días.

 

Ahora mi trabajo me permite estar en casa y ya no tengo que moverme tanto, pero creo que en gran medida mi experiencia no fue tan mala, y aún uso la línea 3 de RUTA para viajar del centro a la CAPU cada que tengo que salir a CDMX, y el servicio no me parece malo, al menos para el breve tramo que me toca recorrer.

El transporte público me marcó no solo por su utilidad, sino por las escenas de vida urbana cotidiana que presencié: adultos mayores o personas con discapacidad luchando con las escaleras, desconocidos colaborando para cargar una silla de ruedas, billetes y cambio pasando de mano en mano hasta llegar al conductor o al usuario, conversaciones fugaces entre pasajeros desconocidos.

El transporte público es una extensión de la ciudad. Puede ser caótico y deficiente, pero también es un lugar de encuentro, de aprendizaje y de crecimiento. Nos recuerda que compartimos el espacio y que debemos conducirnos con civismo. Mejorar el transporte público no es sólo una cuestión de infraestructura o modelo financiero, sino de dignificar un servicio esencial para la vida urbana. Y tal vez, si logramos cambiar nuestra percepción sobre él, también podremos cambiar la forma en que vivimos nuestras ciudades.

armandoishikawa@gmail.com
@dobbyloca