diciembre 4, 2025, Puebla, México

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El «Caballo Loco» / El PUERTO LIBRE de ángeles Mastretta

Vuelvo al cuento que empecé aquí hace dos días. Nos quedamos en que dejé a una muchacha bailando a cambio de cinco corcholatas y salí a seguir caminando por la calle de Niño Perdido.

Los lugares se parecían. No recuerdo que me diera tristeza verlos. Ahora mismo no podría con el enojo, tendría todo tipo de tesis y contra tesis sobre los derechos, los abusos, lo que habría que hacer, lo que a nadie le importa y el modo sinvergüenza en que llevamos toda la vida viéndolo. Pero entonces era más grande mi curiosidad que mi juicio.

La calle estaba mal iluminada y había mugre en las aceras, pero nada era muy distinto a una bocacalle abierta al salir del Metro en Balderas o en Pino Suárez, parte de mis caminos de entonces. Lago Zirahuén, en donde quedaba el periódico que publicaba mi columna, era algo parecido. Sin duda menos ruidoso, pero más letárgico. En cambio, ahí había mucho que ver. Un marimbero tocando en mitad de la noche, una mujer que aún usaba rebozo yendo hacia ninguna parte tras un hombre que empujaba un diablo sin mercancías, un viejo con cara de escarabajo asustando a una niña que, para curarse de la orfandad y la falta de buen marido, a los veinte años migró a estudiar a la capital. Una niña en la que desde aquí pienso con afición y condescendencia, que entonces se sentía libre y en sus cabales y ahora es esta mala mecanógrafa, perpleja abuela docta en caídas libres en que me he convertido.

Caminé aprisa al siguiente tugurio. Se llamaba El caballo loco, y pretendía estar cinco escalones arriba de las demás penurias del rumbo. La clientela se veía mejor trajeada, la música era en inglés, había una barra en la que pedir bebidas y un olor ácido mezcla de perfumes dulces, cigarro, encierro y hombres exhalando su retozo. Nadie me detuvo en la entrada, no sé cómo será en estos tiempos, pero entonces era posible una chamaca con blusa de artesanía y morral de tela, entrando a ese lugar. Fui hasta la barra en que se apoyaban varias mujeres. Vi a una muy linda. Una extravagancia vestida de blanco, con los pantalones apretando el pubis y una breve blusa casi transparente sobre un cuerpo envidiable. Todo en su lugar, todo tan limpio y esbelto como era burda la barra y quienes se le adosaban. Pensé que ella podría tener algo que contar. Me le acerqué como quien mira un talismán, deslumbrada con sus ojos negros y su piel. No podía yo entender que estuviera ahí. “¿Tú aquí trabajas?” le pregunté. “Sí. Y ¿tú qué? ¿Por qué te vistes así? Cámbiate y ponte algo vistoso, aunque no estás como para lucirte. ¿Cuánto pesas?”
Hubiera yo querido desaparecer en la oficina de un nutriólogo, pero en cambio le respondí: “Yo trabajo en otras cosas, soy periodista y estoy terminando la carrera en la universidad”. “¿La universidad? No te contesto una chingada, olvídate de que te saludé, tú y tu pedo largo de aquí. Ni te me acerques. Eres de esas pinches viejas que nos quitan el trabajo porque se acuestan con los novios. Se hacen las modernas y se encueran gratis”.

A pesar de su bárbara lengua sus ademanes eran de una elegancia como recién nacida. La estaba yo viendo así, cuando se le acercó un hombre con la bragueta respingada, una camisa abierta a medio pecho, un pantalón brilloso, una pulsera. “¿Cuánto por un palo?”, le preguntó. La muchacha lo revisó como si estuviera viendo a un burro en el desierto. “Quinientos”, le contestó sin inmutar su elegancia. “Estás pendeja” le respondió él.
Con semejante diálogo empezaba el texto que puse frente a los ojos de un estupefacto Fernando González Parra, el director y dueño de Ovaciones. No pasó de ahí. “¿Cómo se te ocurre que podemos publicar esto? ¿En dónde lo oíste? ¿A qué lugares te metes? ¿Con quién vas? Esto no es reportaje, ni es nada. Este periódico no es burdel”. Me costó entenderlo porque había ahí dos columnistas que enumeraban los crímenes diarios con una mezcla de ironía y desapego que daba terror. Pero en las clasificaciones del cine y de los diarios siempre se ha considerado más riesgoso exponer el sexo que el crimen.
Sólo le faltó decirme: quítate de aquí. Se pasó la mano por la cabeza y no sé cómo le hizo, pero me miró de un modo tan hostil que aún me siento chinche si recuerdo ese momento. Me enoja no haberle pegado un grito. Dirigía la edición de la tarde, de lo que era un diario deportivo. En las noches, por la tele no había más que un noticiero, así que todo lo que tuvieran de sorpresa las mañanas lo registraban las seis planas del vespertino aquel. Yo escribía en la página dos. En la tres, la célebre, había fotos de mujeres en ropa interior o diminutos trajes de baño. Una suerte de playboy para taxistas y noctámbulos. ¿De dónde tanto escándalo por unas frases que había yo recogido en una calle oscura? Ya no me lo pregunto. A veces la experiencia, esa vieja maldita, lo aclara todo. Pero entonces, la ingenua de mí creía que el dueño de aquel periódico y yo éramos amigos y vivíamos en el mismo país. Las dos cosas eran inciertas. No el reportaje aquel que nunca vio la negritud de la letra impresa y del que sólo recuerdo lo que les he contado.

Que la vida los bendiga. Por aquí los leo si quieren.