diciembre 5, 2025, Puebla, México

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El oficio que se resiste a morir / Misael Sánchez

El periodismo —ese que todavía importa— no pretende redimir al mundo, sino observarlo con dignidad

En algún lugar entre la rutina y la revelación, el periodista vuelve a la calle. No busca una primicia ni un testimonio. Busca algo más antiguo y peligroso: la verdad que aún se mueve bajo la costra de los días. Lo hace con la obstinación de quien ya no espera reconocimiento alguno, pero aún confía en que escribir puede ser una forma de redención.

La ciudad, esa criatura indócil, le devuelve ruido, bocinas, voces que se superponen, vendedores que anuncian el fin del mundo en promociones de temporada. Y, sin embargo, entre ese caos, el reportero encuentra la melodía del oficio. Sabe que toda historia empieza con un murmullo: una palabra dicha a medias, un documento olvidado, un gesto torcido de algún funcionario. Allí, justo allí, comienza la crónica.

No hay romanticismo en esa búsqueda. Hay cansancio, hay desvelo, hay una terquedad que no se enseña en las universidades. El periodismo, lo sabe bien, se ha convertido en una batalla de ecos. Los algoritmos dictan lo que se lee, los jefes de prensa construyen ficciones maquilladas de realidad, los lectores apenas alcanzan a respirar entre titulares. Pero él sigue, como un minero ciego, excavando entre palabras para hallar una chispa de sentido.

A veces duda. Piensa que todo está dicho, que no hay más historias que contar. Hasta que un amanecer lo contradice. Ve a una mujer que amasa pan en la penumbra, a un niño que escribe su nombre con gis sobre un muro derruido, a un anciano que guarda periódicos como si fueran reliquias. Y comprende que el periodismo no está en los medios, sino en la mirada. Que mientras haya alguien que observe con asombro, la historia seguirá respirando.

El oficio ha cambiado. Ya no se escribe sólo con tinta, sino con código binario. Las redacciones se parecen más a call centers que a templos de palabras. Y, sin embargo, en ese ruido eléctrico aún se filtra la voz humana. El periodista se aferra a la escritura como un marinero a su brújula. Sabe que la objetividad no existe, que toda nota lleva una respiración detrás, pero también entiende que la honestidad puede ser la última forma de resistencia.

En ese tránsito incierto, el periodista moderno se convierte, sin proponérselo, en un cartógrafo de la memoria. Recorre los pliegues invisibles del presente, los lugares donde la historia se oxida, los márgenes donde el poder ya no mira. Su trabajo, por más anacrónico que parezca, consiste en recordar lo que los demás prefieren olvidar. Y en hacerlo sin estridencias, sin moralina, sin aplausos.

Porque el periodismo —ese que todavía importa— no pretende redimir al mundo, sino observarlo con dignidad.

El oficio, en el fondo, es un espejo roto. Cada fragmento refleja una parte del tiempo, una esquina del alma colectiva. Y el reportero, con sus manos manchadas de café y madrugada, trata de recomponer el reflejo. A veces lo logra. A veces no. Pero sigue intentando, porque intuir la verdad ya es una forma de verdad.

Hay días en que escribe con furia, como si cada palabra fuera un golpe de resistencia. Otros, en cambio, escribe con la serenidad de quien sabe que no cambiará nada, pero se niega a callar. Lo suyo no es heroísmo, sino persistencia: la fe en que, mientras se escriba, algo del mundo se salva del olvido.

Y si el periodismo es una trinchera, la escritura es su única arma. No para vencer, sino para recordar. Para dejar constancia. Para decirle al futuro que hubo quienes intentaron entender.

En un futuro posible —quizá no tan lejano—, los periódicos ya no circularán en papel. Serán susurros digitales que se disuelven en la red como humo. Pero alguien, en una habitación anónima, abrirá un archivo antiguo y leerá una crónica escrita por un reportero sin nombre. Sentirá en esas líneas la respiración de una época, el temblor de una voz que no se rindió.

Entonces comprenderá que el periodismo, como los viejos amores o los idiomas muertos, nunca desaparece del todo. Simplemente cambia de piel, se disfraza, muta. Pero siempre vuelve, con la fuerza de los oficios que nacieron para contar lo que duele y lo que ilumina.

Y en ese instante, aunque nadie lo vea, la tinta volverá a moverse bajo la superficie del tiempo.

Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx

Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”