diciembre 4, 2025, Puebla, México

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La tierra llora… / Misael Sánchez

Thomas Boone Hallberg no hablaba fuerte, pero hablaba claro. En la redacción no entendían cómo ese extranjero —ese hombre extranjero, voz pausada y corazón de milpa— conversaba tanto conmigo. Pero lo hacíamos. Porque Thomas hablaba como se cosecha, Sin prisa, con cuidado, y con orgullo.
Me dijo que había sembrado maíz criollo desde 1954. Lo conocí en el Tecnológico, una tarde que buscaba a un urbanista. Entonces supe que conocía los surcos de Ixtlán como quien conoce los versos que recita en voz baja. Y que, si alguien podía defender el maíz, era quien había visto cómo los alcalinos de la Mixteca, los ácidos de la Sierra Juárez, los climas fríos, calientes, secos y húmedos, todos daban lugar a un maíz distinto. Adaptado. Resistente. Nuestro.
También me dijo que el problema no era el campesino. Era el sistema. Que los economistas se fijaban en la cantidad, no en la calidad. Que los gobiernos preferían importar que sembrar. “Estados Unidos produce millones de toneladas de maíz subsidiado”, decía. “Y luego lo venden barato. Con más subsidios.” Así, los campesinos se convierten en migrantes. Y sus familias compran lo que antes cosechaban.
Thomas se entristecía cuando hablábamos de eso. Me dijo que muchas variedades se habían perdido. Que en veinte años se había borrado el 80% de los maíces criollos. “Y cuando la gente vaya a Diconsa y les digan que ya no hay maíz, nadie sabrá qué hacer”, me dijo con mirada cansada. “Porque el campo ya habrá sido olvidado.”
Me habló del Rancho Teja, no como negocio, sino como testigo. Allí sembraba como quien reza. Y me decía que no se trataba de tener mucho, sino de saber lo que se tiene. Que los campesinos sabían adaptar los maíces desde hace casi diez mil años. Que eso tenía que respetarse.
También me dijo que el problema de vender el excedente a precio de Diconsa era como castigar al que sí sembró. Que debía haber estudios reales, que mostraran lo que cuesta cultivar de verdad. Y que el precio justo no era un favor, era lo mínimo.
Thomas creía en una nueva etapa, con menos químicos, más biofertilizantes. Más conocimiento del suelo y menos dependencia del petróleo. Me hablaba de eso con ilusión, como si estuviera preparando el terreno para otra generación.
Nunca lo vi quejarse. Lo vi explicar. Y recordar. Y sembrar, incluso en la conversación. Cuando murió, me quedé con sus palabras. Y cada vez que veo una mazorca negra, o escucho el crujir del monte, me acuerdo de su manera de decir “es tiempo de rescatar lo nuestro”.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx