diciembre 5, 2025, Puebla, México

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Tiburón, sangre y sal / Misael Sánchez

Se llamaba León. Periodista de oficio, pescador por convicción, lanchero por necesidad. Aprendió a pescar en Salina Cruz hace treinta años, cuando los periódicos aún olían a plomo y los tiburones se vendían enteros en el muelle. Desde entonces, cubrió guerras, elecciones, naufragios y ferias de pueblo, pero nada le enseñó más que el rugido de un tiburón atrapado en anzuelo vivo. Porque ahí no hay metáfora. Hay músculo. Hay miedo. Hay verdad.
La última vez que salió a cazar tiburón fue hace cinco años, en la costa entre Puerto Arista y Puerto Chiapas. Iban en la María del Sur, una lancha tiburonera de casco reforzado, motor Yamaha 200, dos hieleras, tres hombres y un silencio que no se rompe hasta que el sedal se tensa. El capitán era Don Hilario, viejo como el salitre, con manos que sabían distinguir un anzuelo J de uno circular solo por el peso. El tercero era Elías, joven, callado, experto en filetear sin romper la fibra.
El anzuelo para tiburón no se improvisa. Se usa acero templado, línea madre de 400 libras, líder de cable, y carnada viva: raya, jurel, bonito. Se lanza lejos, se deja hundir, se espera. A veces horas. A veces días. El tiburón no muerde por hambre. Muerde por instinto. Y cuando lo hace, no hay duda. El carrete grita. La lancha se inclina. El mar se parte.
En el litoral oaxaqueño, desde Huatulco hasta Puerto Escondido, se han sacado tiburones de hasta 90 kilos y dos metros, con anzuelo desde la orilla. Lo han visto. Lo han narrado. Lo han jalado. El truco está en no dejarlo descansar. El tiburón, si no se mueve, se asfixia. Su respiración depende del desplazamiento. Por eso, cuando lo amarran, cuando lo detienen, empieza a morir. Y lo sabe.
La carne de tiburón no se parece a nada. No es pescado. No es res. No es cerdo. Es otra cosa. Blanca, firme, con sabor a profundidad. Hay que lavarla bien. Sangrarla. Cortarla en medallones. En Puerto Escondido la hacen en escabeche, con vinagre, cebolla morada y chile costeño. En Salina Cruz la fríen con ajo y limón, como si fuera mojarra. En Puerto Arista la cocinan en adobo, con hoja de aguacate y mezcal. En Puerto Chiapas la hacen en caldo, con plátano macho y chipilín. Cada receta es una historia. Cada mordida, una travesía.
Hay cosas que no se cuentan. Como que algunos tiburoneros usan palangre con más de mil anzuelos. Como que hay especies que ya no aparecen. Como que el comercio de aleta paga más que la carne. Como que hay tiburones que se venden sin saber qué especie son. Como que el mar, aunque parezca eterno, también se agota.
Pero también hay cosas que se celebran. Como los festines en casas de playa, cuando se saca uno grande y se invita a todos. Como el fuego encendido en la arena. Como el ron barato y el mezcal fino. Como el silencio que se hace cuando alguien dice: “Este lo saqué yo, solo, desde la orilla”. Y todos lo creen. Porque en el litoral oaxaqueño, eso es posible.
León ha navegado con tiburoneros que no saben leer, pero pueden identificar un tiburón martillo desde cien metros. Ha comido con pescadores que no tienen casa, pero tienen redes que valen más que un coche. Ha escrito sobre hombres que no tienen voz, pero tienen historias que harían temblar a cualquier ministro.
Hoy, desde tierra firme, escribe como quien lanza un anzuelo al aire. Porque el tiburón no es solo un animal. Es un símbolo. De fuerza. De miedo. De respeto. Y quien lo pesca, quien lo enfrenta, quien lo cocina, quien lo cuenta, sabe que no hay metáfora que lo contenga.
Dicen que León ya no pesca. Que ahora escribe desde una casa en la sierra. Que ya no sale al mar. Pero también dicen que, cada tanto, se le ve en el muelle de Salina Cruz, con una libreta vieja y una mirada que huele a sal. Y que, si alguien le pregunta por el tiburón, él responde:
—Hay que probarlo para contarlo.
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Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”