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28 Marzo 2024, Puebla, México.

La divina comedia del mexicano / Gerardo Ortiz Corona

Sociedad /Gobierno /Justicia /Cultura | Opinión | 16.FEB.2023

La divina comedia del mexicano / Gerardo Ortiz Corona

(Ilustración de portadilla: Víctor Solis, revista Nexos.)

 

En memoria del maestro Germán Dehesa.

Infierno 

Errare humanum est, perseverare diabolicum (errar es humano, perseverar en el error, diabólico). En la edad media, cuando alguien cometía el mismo error varias veces, la sociedad “sacaba de su escondite” al diablo y le adjudicaba dichos tropiezos. Ciertamente, no todos los yerros eran considerados obra “del chamuco”; sólo aquellos en que las personas, conscientes de su mala decisión, insistían con firmeza en su actuar, eran tildados así. Aparentemente, las conductas deshonestas trascendieron los infiernos y se abalanzaron en la cotidianeidad del pueblo mexicano que, desde hace muchos años, ha perseverado en normalizar la corrupción y la cultura del engaño.

Germán Dehesa afirmaba que toda corrupción ha comenzado por el lenguaje y toda lucha por extirparla, también. Por otro lado, Michel Foucault identificó que el proceso de control sobre los pueblos, o de “normalización social”, arranca con la manipulación del lenguaje. La verdad es traicionada por los paradigmas de positivo y negativo dentro de una comunidad. Aquello que colectivamente se aborrece es etiquetado como anormal, feo o malo; lo que se desea, como bueno, bonito o admirable. Parece tan simple como orientar nuestra brújula a la luz y evitar siempre la oscuridad, pero ¿Qué sucede cuando poco a poco, la sociedad, empecinada en un mal hábito, cambia las palabras de aquello que es legal y/o éticamente incorrecto, para lucir así menos descompuesta?

Los mexicanos aprendimos a “aceitar” el lenguaje. Hacerlo más flexible. Adoptar formas que sean menos inquisitivas y nos permitan vivir con una cantidad “manejable” de culpa. Ejemplo de lo anterior es el afamado término: “contacto”; ya lo decía Dehesa: “en el idioma corrupñol, el contacto es quien tiene una posición privilegiada”, la cual puede servir de remedio a quienes, como -Jaimito, el cartero-, desean “evitar la fatiga” de cumplir con sus obligaciones. Así, no hay trámite, evento, licitación, acta, etc. que se resista a un parroquiano que, en pleno uso de sus “contactos”, se sale sonriente de la fila. Eso sí, todo favor, a la larga, sale más caro que aquello que se recibió. No hay que negar que la palabra “contacto” suena sofisticada y ejecutiva, mucho mejor que el horripilante “tráfico de influencias” que suscribe el código penal.

No quiero cerrar esta columna, sin hablar de otros distinguidos miembros del círculo de los traidores al desarrollo y la legalidad: me refiero a los “gestores”. Estos, sin duda, llegan a ser mucho más nocivos para la vida cotidiana que cualquier otro contendiente. Ciertamente, hay grandes expedientes de corrupción – como Odebrecht, la Estafa Maestra, Agro-nitrogenados o Segalmex-. Es justamente el sigilo del gestor, su diminuto tamaño -que le permite colarse entre las grietas y puertas cerradas-, la naturalidad de su dinámica, la aceptación solemne de la sociedad, lo que hace que “los gestores” sean la versión 2.0 de los casi extintos “coyotes”. La demanda de este tipo de persona es proporcional a la complejidad de un trámite, al tiempo de espera o al tamaño de una fila. Como pueblo, decidimos no formarnos, no esperar, no agotar la tramitología; así que, en una apuesta atrevida, invocamos a los gestores para que nos representen, nos ahorren -nuevamente- “la fatiga”, y así eviten que nuestros deberes personalísimos nos resten tiempo de vida en este planeta. Muchos de estos individuos ofrecen descuentos sobre multas, recargos y otras sanciones. Hacen magia. ¿El precio? “Una comisión” “una iguala” “un honorario -que por supuesto, no se factura-”. En el libro “¿Cómo nos arreglamos?”, del cual se inspira esta redacción, se define a los gestores como: “usufructuarios de nuestros códigos laberínticos y de nuestro genoma abollado”. Algunos, en sus tarjetas o redes sociales de “gestoría”, se atreven a llamarse abogados, licenciados, bróker o -me han contado- hasta contadores. ¿Qué garantía ofrecen? Que, si la espera o el trámite “normal” no lograron su cometido, harán uso de “sus contactos” para así robustecer el entramado criminal al que, civilizadamente, hemos decidido acceder. Lejos quedaron así: la simulación de actos jurídicos, el cohecho, el amiguismo, la usurpación de profesiones, etc. ¡Qué bonito es el lenguaje!

 

Purgatorio

Pecunia non olet (el dinero no huele). Esta expresión es atribuida al emperador romano Vespasiano, quien, un tanto desesperado por la baja recaudación de impuestos, decidió someter a un tributo especial a la orina humana, la cual era utilizada por las lavanderías como blanqueador. La urea resultante de las abundantes micciones del pueblo de Roma servía como producto “milagro”, cumpliendo con la entonces ignorada promesa de: “sacar hasta las manchas más profundas”. Como era de esperarse, semejante abuso del poder público frunció la cara de una infinidad de ciudadanas y ciudadanos, entre quienes destacó el propio hijo del mandatario, Tito. Él, conmovido y asqueado por la medida fiscal, cuestionó al emperador: “Padre, ¿Cómo puedes gravar (someter a impuestos) toneles de material maloliente?”. El emperador, alegre, respondió: “Pero la riqueza que recaudamos no huele”. Sin saberlo, esa respuesta se convertiría en un mantra para muchos pueblos del mundo que adoptaron la filosofía “no importa de dónde venga el dinero”, o bien “más vale un día como rico, que una vida en la miseria”.

Para nosotros, los mexicanos, el dinero no compra la felicidad, pero ¡Cómo ayuda para todo lo demás! Campañas publicitarias muy exitosas sobre tarjetas de crédito, han dejado claro que, en la cultura del consumismo, más vale tener algo en el bolsillo. “Tanto tienes, tanto vales”, rezan algunas personas despistadas, o incluso bien informadas, que miran en la sociedad una pasarela interminable de clases, estratos y ¡Hasta castas!; estas categorías resultan de un sincretismo extraño y malévolo, donde el poder adquisitivo, el apellido extranjero (aunque sea del tatarabuelo), la posición laboral o el negocio emprendido, la colonia donde se vive, configuran un mundo con gente de primera, segunda y tercera.

Es la gran lucha por un lugar en el concierto social, la causa de buena parte de nuestras tragedias. Si bien es cierto la corrupción es nuestro infierno, nuestro purgatorio es la desesperada lucha por alcanzar cierta solvencia económica, desafiando nuestros valores, hábitos y sueños. Poco a poco las llamas purificadoras de las cuentas por pagar, los impuestos excesivos, la insuficiencia de servicios públicos de salud o asistencia, la pobre seguridad pública, la falta de empleos remunerados con justicia, etc. nos abren la puerta para convertirnos en gente santa, merecedora del paraíso absoluto por tal nivel de estoicismo, o bien el corazón del averno, donde nos esperan cientos de miles de oportunidades para engañar, corromper y abusar de otros, en un ciclo infinito liderado por un demonio que grita descontrolado: “¡El que no tranza, no avanza!”.

Muchas personas, que se identifican o no con el catolicismo, rezan antes de dormir. Entre las plegarias, se pide por las almas que están en el purgatorio para que una, de vez en cuando, logre ascender redimida al paraíso. Quizá, en este ejercicio de introspección y amor desbordado, el pueblo de México, cívicamente, debería pedirle al águila del lábaro patrio, a Dios, a los “héroes que nos dieron patria” o a cualquier otra entidad ancestral o mágica (a los políticos no, porque han probado una elevadísima falibilidad) que, a las familias, o a cualquier individuo, les alcance el dinero para alimentarse, para cuidar su salud física y mental, para acceder a educación de calidad,  para no tener que pagar “de más” cada que se quiera vivir de forma segura, para descansar sus sueños y construir puentes hacia ellos. Habría que pedir por las almas honestas, trabajadoras e inquebrantables, para que no caigan en las fauces de los “licenciados sin título”, las “mordidas”, “los cochupos”, “los coyotes”, “las charolas”, “los favores”, “las gratificaciones”, “los impulsos procesales”, “los chocolates”, “los chayotes y payolas”, etc.

 

Paraíso

Hay quien dice que la risa de un infante es el sonido más puro; otros, que deberíamos reírnos más, ser más inocentes y espontáneos. Reza un viejo adagio latino que risus abundat in ore stultorum, o lo que es lo mismo “la risa abunda en la boca de los necios”. Esta expresión intenta denostar a las personas que encuentran en la carcajada un refugio, etiquetándolas de obstinadas, imbéciles o profundamente simples. Aparentemente, este amable y liberador rictus facial, es mal visto por los pueblos más metódicos y rígidos que creen que la comicidad, en exceso, puede desvirtuar los más supremos valores. ¿Será?

En el año 2019 se leía, en letras grandes y efusivas, que México era el segundo país más feliz del mundo, de acuerdo con el Índice de Felicidad del Planeta (Happy Planet Index por sus siglas inglés). Los elementos a evaluar incluían algunos aspectos relacionados al bienestar o esperanza de vida; sin embargo, la última palabra del instrumento fue la auto-percepción. ¿Somos felices? ¿Reírse es un sinónimo de felicidad? Lamentablemente no, hay personas que atraviesan depresiones y aún así tienen episodios con risas visibles. De cualquier modo, tal y como sucede con el dinero, la risa no da la felicidad, pero ¡Cómo ayuda para alcanzarla!

Los mexicanos nos reímos de todo. Nuestra naturaleza festiva corona cada episodio de nuestra existencia con un chiste. A veces, el humor se torna negro y se cumple aquella pícara fórmula en la que, para lograr hacer comedia de los hechos más dolorosos, sólo se necesita aplicar tiempo. Sí, tal y como se lee, hay que esperar un tiempo suficiente después de la tragedia para que las carcajadas, o las muecas sardónicas, invadan a nuestro espíritu.

La muerte nos da risa; claro, no siempre, pero aprendimos a recordarla, y enfrentarla, así, con “sorna”. Nuestras miserias y penurias, nuestros miedos y agravios, nuestras pesadillas y realidades, todos, todas, suelen redimirse en los brazos de la comedia. En ese punto donde la impunidad es insoportable, la corrupción nos corroe, la violencia nos aniquila y esconde, la pobreza y la discriminación nos alejan de Dios; ahí, en ese intersticio, aprendimos a reír. A ver la vida a través de Isela Vega, Andrés Bustamante (el Güiri Güiri), Amparo Ochoa, Héctor Suárez -y su joya, ¿Qué nos pasa?-, Víctor Trujillo (Brozo), Anabel Ferreira, Jesús Martínez (Palillo), Damián Alcázar, Inocencio Cruz, Joaquín Cosio (El Cochiloco), Carlos Ballarta, Claudio Herrera -en el Privilegio de Mandar-, los Polivoces, Chava Flores, entre muchas, y muchos, más.

La risa ha sido nuestro mecanismo tradicional para aliviar el dolor o atenuar la tragedia. Para algunos esto es simplista e inaceptable, pero para muchas otras personas constituye el único medio para mirar las sombras y arrojar en ellas una luz (de esperanza, de desahogo, de fe). Son la risa y el fervor del mexicano los grandes tesoros inmateriales que, curiosamente, más se reproducen en los estereotipos que vienen desde el extranjero y que nos describen.

Tal y como inicié esta saga, el infierno de nuestro pueblo, en definitiva, está en la corrupción y la impunidad. El purgatorio, en el trabajo mal remunerado y la insuficiencia de servicios de calidad. ¿Y el paraíso? Bueno, nuestro Valhala -o Tlalocan- está aquí, en nosotros mismos, en la redención que hemos encontrado en la pachanga, en las carcajadas, en los brindis interminables, en los stand up, podcast y sketches que, al final del día, nos descargan la espalda -y el corazón- con caricias melódicas y banales.

¿La risa abunda en la boca de los necios? Tal vez no para nosotros. No con lo que ya sufrimos y lo que nos falta. Sin embargo, no estaría mal hacerle caso a Cantinflas: “El mundo debería reírse más, pero después de haber comido”.

Voy y vengo

 

Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

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