Por Abigail Rodríguez
Pienso en Gilberto, pienso en Amapola.
Pienso que uno de los primeros poemas que conocí fueron los de Gilberto Castellanos, quizá antes de saber qué era la poesía. Pienso también entonces que uno de los primeros escritores poblanos que supe que existían era él. Eso decía en una solapa de uno de sus libros editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), ahí decía que nació en Ajalpan en alguna década distinta a mí. Esa edición al menos, no tenía foto. Yo sólo sabía que existía una poeta y era sor Juana y otro poeta que era Lope de Vega y venía en un libro de texto gratuito. Sí sabía quién era sor Juana porque aparecía en el billete. No sabía el rostro de Lope de Vega ni el de Gilberto Castellanos.
No soy muy visual y tampoco hubiera recordado su rostro, me he obsesionado con muchos autores sin saber cómo son sus caras. Apenas pensé que no sé cómo es la cara de Faulkner. Prefiero siempre imaginar. Entonces nunca supe cómo era el rostro de Gilberto pero sí sabía que era un poeta poblano. Y siempre en todas las ferias, había libros de Gilberto. Y siempre tuve la es impresión de pensar que eran libros densos, y que los libros más densos que he leído, pueden engraparse o coserse en pocos cuadernillos.
No me importó ponerle cara a los escritores hasta que comencé a vivir de la literatura y tuve que gestionar y pelear con diseñadores para que la justicia de sus rostros llegará a las postales.
A esa especie pertenece Gilberto, a los escritores que no tienen un rostro pero existen como fantasmas que cobijan. Esos poetas de otro tiempo que se avocan totalmente a la literatura y a la poesía y a la cultura. Una especie de deidad particular entre los que nos dedicamos todos los días a pensar en libros y en gestiones y en los espacios donde pueda reproducirse la palabra. Como decía Paz en ese verso que me gusta tanto y que dice que siempre estamos en un patio de palabras. Y yo así me imagino mi vida. Y quiero pensar que los fantasmas de Gilberto y Amapola ríen y transmiten su amor por la literatura todavía en el patio de la Casa de Cultura y ríen y se abrazan con Elena Garro o Héctor Azar entre las salas y galerías de sus paredes.
Me encanta estar entre fantasmas. Hay historiadores que han defendido el Giro fantasmal, como esa memoria que va y viene y regresa y permanece. Me hubiese gustado mucho verlos como gestores y poetas, pero me gusta más imaginarlos y saber que sus poemas y su legado están ahí para defenderse solos y reproducirse muchas veces y que otros se los encuentran y sepan que si hubo poetas poblanos que si vivieron en Puebla y que si transitaron las mismas calles y que en el colmo del ego, ocuparon espacios paralelos que se vuelven sillas enormes que llenar y ocupar y que ahora tenemos nosotros. Quizá ese compromiso ético para con los puestos de la burocracia cultural, es lo que tanto impone. De los normalistas y gestores y poetas que con pasión y entrega a la literatura como superficie y patio de palabras donde enseñar y dar y prometer un mundo de poemas para el futuro es que se asienta esta ciudad.
Recuerdo con cariño y emoción las ferias del libro en el Museo [de] san Pedro. Yo pensaba que era un lugar inmenso y me gustaba estar ahí horas atormentando a mis papas y después a mis amigos en la prepa. Ahora creo que no es un lugar tan inmenso, pero siempre siento ese espacio como un lugar de libros instaurado en mi corazón.
En algún stand; supongo de la universidad pude ver esos libros, los de Gilberto. Tomé el libro, lo abrí y no le entendí absolutamente nada. Creo que conocía todas las palabras pero aún así, no entendía nada. Ahora digo siempre con gran placer que me encantan esos textos donde no entiendo nada. Creo que Paradiso de Lezama Lima es un buen ejemplo de esa locura a la que me gusta regresar de tanto en tanto. Repetir que no entiendo nada y seguir presumiendo que soy una lectora experta.
El mirar el artificio ganó un premio latinoamericano de poesía hace cuatro décadas. Me gustaría tener una máquina del tiempo y viajar a la Puebla de hace cuatro décadas y ver qué estaba pasando con el nacimiento de la ciencia ficción, de las publicaciones de poetas como Amapola y Gilberto platicando y pensando el mundo y la poesía y la ciudad, y los grandes gestores como Palou o Héctor Azar haciendo de los edificios una programación nutrida y llena de amor y entrega. Pero no tengo una máquina del tiempo. Afortunadamente y por un pésimo maestro de literatura en la prepa y una genial maestra de Historia, Mauricia Grande, estudié eso: Historia. Y aunque yo siempre supe que la literatura era una vocación, agradezco la instauración epistemológica en mi cerebro, donde la historiografía reina y ahora ya nunca puedo dejar de pensar en documentos, en archivo, en gente muerta que en algún siglo estuvo viva y fue humana como yo.
Cuando leí a Iván Jablonka por primera vez, un teórico francés que tiene una tesis que es manifiesto y herencia de Jules Michelet sobre la defensa de la literatura en la Historia y al revés; tuve una especie de hierofanía en el corazón, supe entonces que ya no estaba loca, o quizá que la locura estaba acompañada y que verdaderamente la literatura y la historiografía nunca debieron pelearse como matrimonio que se amó y después no se soporta. Y entonces he tenido el gran privilegio de hurgar entre archivos de escritores, primero entre la asociación de escritores de México hace diez años, y luego íntimamente con los libreros de los amigos, que aún no se mueren pero me comparten sus libreros, o de las familias que atesoran con amor y herencia un patrimonio familiar que potencialmente puede convertirse en un tesoro.
Los archivos me emocionan. Me llenan de esa gran felicidad de pensar que es lo más cercano que tengo de viajar en el tiempo. De pensar que esos poemas reflejan un tiempo y pueden leerse como un mapa sentimental de sus autores en una época y en una apuesta de futuro.
Estoy emocionada aún, del privilegio que fue mirar documentos de Amapola, descubrir su orden y su vocación y devoción hacia la poesía. Esa furia de escribir en servilletas, en papeles en notas debajo de los telegramas, al anverso de las fotos con sus amigos y sus alumnos. Y ahora con el permiso de Silvia, viuda de Castellanos, sirva este discurso como una presentación devota para permitirme explorar el archivo de su esposo, del que mi amiga Gina Lizeth me ha contado. Ese gran trabajo y pasión de la poesía de su maestro a quien acompañó literalmente hasta el último aliento de su vida, con poesía y verso y vitalidad que se despliega en sus poemas, tristemente ahora poco conocidos o quizá difíciles de conseguir y que tener un libro suyo parece un triunfo del culto.
Sueño con editar porque editar es compartir y reproducir y aumentar los metros de ese patio de palabras. Donde quisiera que todos se junten a jugar, todos los poetas, todos los fantasmas. Todos los versos y todos los libros. Volver a ver la ilusión que veo en quienes los conocieron. A Amapola y a Gilberto, un brillo súper luminoso que contagia y pensar que sus verdaderos lectores quizá todavía no nacíamos cuando ellos ya no estaban en esta tierra. Abrir el archivo y ahora sí, celebrar las fotos, los registros del instante, el vestigio de pasado como huella de lo que un día fue, la sonrisa de Amapola, la que me parece tan coincidente con sus textos, o la analítica mirada de Castellanos mirando al infinito. Ambos, con gran seriedad hacia la poesía, a la Vida, abocados enteramente a la literatura como motivo de vida.
Así pienso en el jirón de cielo transparente donde Amapola, quiso escribir su voz, o las ranas fosforescentes de los sueños de Gilberto, brincando como versos infinitos entre bosques y verde futuro de los frutos.
Siempre quise escribir una prosopografía.
Ojalá algún día lo logre.
