Texto leído durante la presentación de “Entrenamiento para migrantes. Periodismo cultural” de Aída Suárez Chávez, el jueves 28 de agosto en el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos.
La Tira de la peregrinación, la Historia Tolteca—chichimeca, el Códice Xólotl ¿cuántos documentos más nos informan de las migraciones del norte hacia lo que se convertiría en el Valle de Anáhuac hace miles, o cientos de años…?
Somo hijos de migrantes, de emigrados, de quienes dejaron Chicomostoc o Aztlán, u otros lugares, por ejemplo, el actual Estado de Utah, en Estados Unidos para llegar al Valle de Anáhuac.
Quienes poblaron esta Ciudad de los Ángeles, llegaron de España, de África, y de naciones de la actual América: Tepeyacac, Tlatelolco, Chollolan, Tlaxcallan…
Al menos en esta zona central del país, parece que no hemos estado satisfechos con lo que teníamos, con lo que tuvimos al nacer: hay que irse, hay que buscar y, después, un día volver para mirar que es aquí a donde pertenecemos.
Aída Suárez Chávez, en este libro Entrenamiento para migrantes. Periodismo cultural —acompañado de las fotografías de Carlos Enrique Sevilla— sigue, de alguna manera, con esa documentación prehispánica mexicana: en los códex que hemos podido recuperar de los siglos anteriores a la invasión hispana, vemos cómo una caminata, una peregrinación, está indicada por las huellas humanas. En el texto que nos ha reunido aquí, lo que vemos son los pasos de quienes, en El Alberto, Ixmiquilpan, Hidalgo, se “entrenan” para migrar, hacen “como sí” ya fueran mojas y cruzaran, de noche, por el desierto.
Vemos sus pies, que irán dejando huellas, gracias a las fotografías de Carlos Enrique Sevilla Suárez.
Los líderes de los antiguos migrantes de lo que ahora es México seguían una profecía: encontrar, por ejemplo, un águila devorando a una serpiente sobre un pedrusco que sostenía a un tunar. Suárez Chávez, por su parte ha transcrito las historias de quienes buscando eso que, eufemísticamente se ha llamado “el sueño norteamericano”, ha dejado el lugar donde nació.
En algún momento, nos informa Aída Suárez, El Alberto llegó a ser, en una noventa por ciento un pueblo fantasma: casi todos los habitantes se habían ido a Estados Unidos en busca de una “vida mejor”.
Para cuando nuestra narradora llegó a esa población semidesértica, de altas temperaturas, del municipio de Ixmiquilpan, Hidalgo, algunas mejoras habían logrado los habitantes en su ir y venir: carretera, escuela, invernaderos, un balneario ecológico: obras que, en una noventa y cinco por ciento han sido logradas con los recursos de las divisas de quienes se fueron; y la administración y el trabajo de quienes se quedaron, o regresaron.
Ningún lugar mejor que El Alberto para mostrar lo que este país, el nuestro, tan rico y variado, ha sido desde que, en el siglo pasado hubo un “acuerdo” para recibir trabajadores temporales, principalmente para los campos en Estados Unidos.
Una vez terminado el “acuerdo” entre México y el vecino norteño, la migración siguió, pero ahora sin reconocimiento oficial, habida cuenta de que los estadunidenses requieren mano de obra; y ninguna mejor —son muchos testimonios que así lo afirman—, que la mexicana, más allá de los sembradíos, la construcción y la jardinería.
Aída Suárez inicia su libro con la narración de un entrenamiento para mojados, una especie de puesta en escena, de hiperrealismo total, donde hombres, mujeres, niños y niñas —incluso bebés en brazos de sus madres— simulan un viaje por el desierto gringo, donde los “coyotes” acompañan a los guías, pero están prestos a desaparecer ante la menor posibilidad de que los viajeros sean descubiertos y detenidos.
El panorama es inhóspito en El Alberto, muestra clara de lo que es, por ejemplo, el desierto de Arizona. Es una caminata—homenaje a quienes se fueron, que tiene ya decenas de años realizándose. Es un tránsito nocturno, entre espinas, piedras, silencio, tensión y riesgo, anticipando quienes, como mojados, serán dejados en libertad para pasar a trabajar, dependiendo del humor de los patrulleros de la frontera o de las necesidades de los rancheros o hacendados tienen, por la época de año, de mano de obra buena, bonita y barata.
Mas cada viaje es particular, y ahí es donde radica uno de los mayores aportes del libro de Aída Suárez: ha reunido un coro que incluye no sólo a pobladores de El Alberto, o de Ixmiquilpan, sino de Hidalgo e incluso, de Puebla.
El coro, con bajos, barítonos, tenores —permítaseme la comparación— narra la parte de sus vidas del viaje, a veces de ida y vuelta; en ocasiones sólo de ida; otras, a la espera del regreso para reunir todas sus partes: la individuales, las familiares, las sociales.
Pero hace muchísimo tiempo que, a la migración exclusivamente masculina —de acuerdo al “trato” binacional para contratar mano de obra— se ha sumado la migración femenina; y mas aún: la de las infancias. Y aquí están sus voces, significativamente distintas a las de los hombres adultos en migración.
Así, la autora nos da un panorama muy amplio, una toma sin cortes y con una presencia de ellas en la película —permítaseme ahora el símil cinematográfico—, que permite la apreciación profunda, nunca superficial, de este movimiento humano constante que, pocas, muy pocas veces tiene un “final feliz”.
Y es que, desde el primer testimonio del estudiante del Tec de Monterrey que se fue con su hermano, hasta la historia de Nereida, se nos advierte que no es fácil, no lo ha sido y no lo será: desde el modo de cruzar la frontera hasta la contratación, el trabajo, la habitación y el desarraigo, lo que encontramos son vidas sin tramas de telenovela, sino más cercanas a La Odisea, de Homero, o los transterrados españoles y europeos donde un ejemplo es Leonora Carrington, quien había sido torturada, encerrada en un psiquiátrico, y “liberada” en México, aquí encontró asilo, es decir, vida.
En fin: el libro de Suárez Chávez, con imágenes certeras —como la de la portada de Carlos Enrique Sevilla, y no sólo ahí sino a lo largo del ejemplar— conmueve, en el sentido de que no nos deja inermes; desde el principio reconocemos a seres humanos como nosotros, viajeros impenitentes, buscadores incansables, seres insatisfechos que confían en que habrá, siempre, un mejor mañana. Siempre.
Bienvenido el libro de Aída Suárez Chávez y de Carlos Enrique Sevilla Suárez, que requiere urgentemente una edición segunda, corregida y aumentada, por las razones antedichas, pero, sobre todo, porque es nuestra Tezcatlipoca: humear es su espejo. Y ahí nos observamos tal y cual somos.
Es cuanto.