diciembre 4, 2025, Puebla, México

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El túnel del tiempo / Ricardo Moreno Botello

La posibilidad de viajar al pasado si existe, de muy diversas maneras. Por ejemplo, las personas estamos dotadas de una capacidad de conexión que une nuestra vida pretérita a ciertas acontecimientos, objetos, lecturas, melodías, aromas, rostros y lugares. Basta con que nos encontremos con alguno de estos conectores para que nuestra memoria estalle en una impresionante feria de recuerdos. Así me ocurrió recientemente al comer en el restaurante André en la Ciudad de México, con motivo de un viaje relámpago.
El mencionado restaurante fue en sus orígenes una fonda singular, de muy buena pinta, cuyo propietario, André, un guapo mozo de origen francés, logró dotarla de una magnífica carta de platillos de la cocina popular española, francesa y mexicana. Recuerdo entre otros la sopa de fideo con albondiguillas, la sopa de cebolla, las extraordinarias orejas de elefante, la cola de res en mole verde, el pecho de ternera, el conejo al ajillo, el ossobuco, el cabrito al horno, el espinazo en verdolagas, o bien los exquisitos sesos de res capeados, ¡una bomba!
Como muchas otras personas del medio universitario, yo visitaba con frecuencia este lugar en los años setentas, acompañado muchas veces del finado Nicolás Olivos y nuestros compañeros del equipo de prensa de la Federación de Sindicatos Universitarios (FSTU), buscando paladear sus delicias criollas a precios razonablemente cómodos; allí me encontraba con frecuencia otros compañeros, y casi sin faltar al camarada Pablo Sandoval Ramírez (q.e.p.d.), quien en sus años de profesional del sindicalismo y militante comunista estaba prácticamente abonado para comer en ese lugar.
Con el tiempo y la fama el André subió de categoría. Su propietario debió invertirle un buen capital para ampliar sus espacios y dotarlo de una curiosa fuente, en medio de su primer salón, donde se exhibía su nueva oferta: pescados y mariscos frescos de muy alta calidad. Con estas innovaciones y manteniendo en la carta lo mejor de su antigua cocina, el restaurante se convirtió en un centro de reunión de políticos y luminarias del mundo del deporte, de la radio y televisión, de escritores e intelectuales de renombre, toreros y artistas, etc. Los muros de la entrada del restaurante muestran todavía las decenas de fotografías de todos estos personajes al lado del afamado André, quien con esas imágenes presumía con razón la gran aceptación de su cocina en toda la ciudad.
Allí me encontré en otra ocasión al finado Evaristo Pérez Arreola, líder del STUNAM, quien en compañía de sus donantes, ponía a prueba sus recién plantados riñones con algún antojo del despampanante lugar.
Mi reciente regreso al André me desató múltiples recuerdos como éstos, y otros más que me abstengo de contarles por ahora. Sin embargo, lo más impactante para mí fue esa extraña sensación que el lugar me provocó, arrastrándome décadas atrás hasta tiempos en que la vida se veía y se vivía de otra manera. El restaurante, por cierto, sufre ya los signos de la decadencia. Los personajes que lo atienden, su animación musical –un viejo maestro que se acompaña al piano canciones de Agustín Lara– y la clientela misma, como el que esto narra, son seres en extinción. Los viejos clientes asistimos allí quizás para asomarnos un poco a nuestras nostalgias y para volver a sentarnos en compañía de los fantasmas del pasado. Pero también con el deseo de volver a degustar los vestigios de aquella antigua cocina que sació nuestros apetitos juveniles. Aquel de mis amigos que se sienta atraído por la cocina de antaño no dude en hacerle una visita a este santuario de los setentas y ochentas. Yo al menos fui con el antojo del cabrito al horno, y por suerte –dijo el mesero, consultando en la cocina–, ¡quedaba una última ración! ¿Bien y de buenas no?