Hace 204 años, el Ejército Trigarante encabezado por el coronel Agustín de Iturbide entró a la Ciudad de México el jueves 27 de septiembre de 1821. En los días posteriores, se firmó el Acta de independencia. Con ello se puso fin a una guerra civil intermitente de once años y nació México como un Estado independiente.
La discusión sobre los acontecimientos que dieron origen a la independencia de México no es un asunto intrascendente. Sigue y seguirá siendo parte de nuestra identidad nacional y memoria colectiva y dependiendo de nuestra versión de los hechos históricos estaremos a favor o en contra de un proyecto político en el presente con vistas al futuro.
Tan vigente está la discusión que en su conferencia de prensa del 17 de septiembre de este 2025 la presidenta Claudia Sheinbaum, acusó al historiador Héctor Aguilar Camín de querer reivindicar la figura de Agustín de Iturbide, al tiempo en que ella repetía la “propaganda negra” que se fabricó desde la misma independencia (Vicente Rocafuerte y su Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico, escrito en 1822) hasta la llamada “historia oficial” divulgada o enseñada por el sistema educativo posrevolucionario en el siglo XX, particularmente en la primera mitad de la década de los setenta durante la presidencia de Luis Echeverría.
En lo que llevamos de este siglo XXI, distintos historiadores han aportado sus conocimientos e investigaciones sobre el tema, arrojando luces muy potentes para entender cómo nació México en ese año de 1821, e interpretar en su justa dimensión la trascendencia de nuestros documentos fundacionales como el Plan de Iguala, los Tratados de Córdoba y el Acta de Independencia.
Sin embargo, a pesar de esos esfuerzos, hay quienes insisten en repetir mitos, calumnias o falsedades, ya sea por ignorancia o por la conveniencia de sostener una crónica del pasado que vaya acorde en el presente con un proyecto político en cuya fuerza motriz subyacen, el odio, la destrucción, el saqueo, la corrupción…
Nos guste o no, México se independizó de la “vieja España” de acuerdo con las indicaciones establecidas en el llamado Plan de Independencia de la América Septentrional fechado en Iguala el 24 de febrero de 1821 y cuyo autor intelectual fue Agustín de Iturbide.
Fueron las ideas de Iturbide las que dieron origen, entre otras cosas, a la bandera nacional cuyos colores -verde, blanco y rojo- simbolizaron las tres garantías del nuevo Estado: la independencia, la religión y la unión de todos sus habitantes. Esta última garantía, este llamado a la “unión general” que hacía Iturbide, era (y es, como se escribió en el Plan) “la única base sólida en que pueda descansar nuestra común felicidad”.
La bandera con los colores en vertical y al centro un águila sobre un nopal con el color blanco de fondo fue adoptada por el gobierno de Iturbide.
Al inicio de su vida independiente, México fue un Estado confesional donde la religión católica sería la única religión practicada en su territorio y adoptó como forma de gobierno una monarquía constitucional, dándose el nombre de “Imperio Mejicano”. Hoy, ni el Estado confesional, ni la forma de gobierno, ni el nombre subsisten (por cierto, estoy de acuerdo en que se cambie el nombre oficial de “Estados Unidos Mexicanos” y nos llamemos “México”).
Por otra parte, en el Plan de Iguala se proclamó que todos los habitantes, sin distinción alguna, son ciudadanos, y tanto su persona como sus propiedades “serán respetadas y protegidas”. En estas indicaciones está el origen del derecho constitucional mexicano y por ende el Estado de Derecho que debería prevalecer hoy en día.
El elemento esencial de un Estado moderno, el monopolio de la fuerza legítima, quedó concentrado en el Ejército Trigarante cuya encomienda fue proteger las tres garantías. El ejército quedó conformado por indios, mestizos, criollos, antiguos realistas y antiguos insurgentes que se van a unir a la causa Trigarante. Esto fue así y no al revés como se plantea en los mitos.
Este ejército de las Tres Garantías fue el primer ejército que apuntaló el nacimiento de México con su entrada triunfante a la Ciudad de México aquel 27 de septiembre de 1821.
Todas las crónicas sobre lo ocurrido esa fecha coinciden: ese día el pueblo de México disfrutó de uno de los momentos más felices de la historia nacional.
Conmemorar este acontecimiento en algún evento público o en casa -con una buena taza de chocolate o un agua de horchata o con lo que usted disponga- en recuerdo de quienes lograron esta gesta, es un detalle de mínima justicia histórica y es un reconocimiento de nuestra parte a quienes por un momento le dieron al pueblo de México, ese 27 de septiembre de 1821, un momento de felicidad, un instante de paz.
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