SUSCRIBETE

1 Diciembre 2024, Puebla, México.

 La vacuna y el bloque blanco / Carlos San Juan, historiador

COVID 19 en 2022 | Crónica | 13.MAR.2021

La vacuna y el bloque blanco / Carlos San Juan, historiador

La enfermera me dice, el brazo izquierdo y relájelo, según yo lo relajo, que le digo que lo relaje

Voces en los días del coronavirus

De noche todos los gatos son pardos y la gente es invisible. Por un celular que se enciende ocasionalmente veo siluetas alineadas en un muro, son las 5 de la mañana, penúltimo día para vacunarme aquí en el oriente de Morelos. Jesús Colín, profesor de físico matemáticas del Poli, activista en el 68, perpetuo militante de toda causa popular, ligado a las comunidades de base eclesiástica del oriente de Morelos, y que me llevó a la famosa escuela de mujeres combativas, la Normal Rural de Amilcingo, me avisó: -Carlitos, la próxima semana empieza la vacunación, sólo serán cinco días, te mando los 14 puntos de vacunación, lleva tu INE por si te lo piden, en lo que se ofrezca, me hablas, dice en un WhatsApp. 

-Ya viene la lista, se corre el rumor, abusados, dice una voz femenina a mi lado, si no se inscriben no hay ficha. Con la lámpara de su celular, un señor de voz enronquecida va anotando en un folder el número y el nombre de los que estamos en la fila. -Ya nos inscribimos, dice Luci que andaba recorriendo la fila, son los voluntarios de las brigadas de vacunación, somos el 156 y el 157.  No hay luces en una calle de la colonia Brisas en Cuautla, un resabio del paraíso que en los años cincuenta dio casas (que ahora no se imagina un joven de la Condesa) a maestros y empleados de la burocracia con 300 metros de terreno los pequeños y son comunes los de 1000 metros. En sus grandes camellones y glorietas crecen masivos los árboles de hule. Aquí, para gloria de Cuautla, vive José Agustín, el gran rebelde de la literatura.

A las siete el viento gélido se abre paso y con las primeras luces, tenues, tímidas, que iniciaron a las 6:15 a.m.,  ya nos vemos cara a cara.  Las otrora sombras nocturnas se animan y surge el leve rumor del cuchicheo.  Hay una mayoría de mujeres, y de ella destacan las jóvenes. Las cabecitas blancas somos contadas.  Delante y detrás de nosotros dos chicas hablan por teléfono a sus familiares. Llegaron a apartar el lugar desde la madrugada, y según se acercan las 8 a.m. preparan sus estrategias. A esa hora, según dice el rumor de banqueta, con la lista de la madrugada van a empezar a repartir fichas los jóvenes con sus chalecos de “servidores de la nación”.

Las chicas reciben y dan información: -tú no te muevas del hospital general, dile a Juan que en la Casa Ejidal ayer sobraron vacunas y que es mejor que él se vaya para allá, y nos vamos avisando para traer a los papás a donde primero atiendan; -No, diles a los tíos que no traigan su INE pues ahí dice que viven en Chilpancingo, ya traigo el recibo de Telmex para que lo den como comprobante de domicilio.  ¿Qué serán las familias, aparte de dolores de cabeza, una asociación de virus mutantes que se adaptan a cualquier situación, y que avanzan ocupando todos los espacios? Y también una célula intensa de solidaridades básicas.

A las 8:30 llegan los jóvenes de chaleco, uno lee número y nombre y su colega, una morena delgada y de pelo ondulado, da la ficha. Miro el pequeño rectángulo que dice Secretaría de Salud y trae el número 333, pues se incluyeron los que ayer ya no alcanzaron vacuna.  Ayer recorrimos Luci y yo tres puntos de vacunación, el afluente inflado de supuestos cuautlenses agotó las provisiones de vacunas y nos embargó la sensación, por primera vez, de que tal vez no pudiéramos conseguirla. En la Casa Ejidal de Tetelcingo vimos la tensión entre pobladores pegados a las rejas de un deportivo. Ahora los dos vemos ese pase al Arca de Noé imaginada, aunque mucho dudamos de vacunarnos en condiciones de cobayas por su carácter de “vacuna urgente”. Sin pensarlo nos salimos de la fila y vamos a comer unos tamales de rajas con queso y atoles de arroz, según receta de mi mamá, dice un señor de Guanajuato, chofer de combi y chef matutino de guajolotas. Exquisitas.

 

 

Dos damas de edad con cara de felicidad reciente nos confían: -yo vine a las 10 de la noche a quedarme, y fíjese, me tocó la 80, pero aquí mi hermanita está malita, no puede venir sola, y le digo, ¿y para que estoy yo manita? Tú me alcanzas a las siete, y véannos, bien contentas. Leo en Milenio que un experto bancario dice que la crisis actual le pegó de a deveras sólo a las clases medias (a las cuales, es probable que no pertenezcan las dos damas felices) pues los pobres, dice el experto, “se las arreglan como pueden”. Y podemos, podrían decir las hermanitas, con media guajolota ya comida.   

A las 12: 30 a.m. luego de una jornada de espera manteniendo el orden de la fila, el grito de ¡Ya vamos a entrar! puso inquieto al respetable. Las mujeres de hasta atrás, siempre audaces, se dejaron venir como tromba hasta mero adelante. Nuestra joven vecina y estratega, pequeña y de pelo rizado, sin perder la sonrisa, alza las manos y grita: ¡calma, calma, ya venimos numerados! ¡Regresen o van a perder su lugar, regresen o van a perder su lugar! Nace una consigna instantánea, varios empezamos a gritar: ¡Venimos numerados, venimos numerados!, con cierto orgullo y firmeza, como si no existiera la sombra negra de los campos de exterminio. Y se frena el alud. Las señoras haciendo señas, entre muecas y diciendo picardías en voz baja, se regresan.

En orden entramos a la Casa del Maestro Jubilado del SNTE, primero a un gran patio, donde se forman grupos de 25 personas, por vez primera nos vemos las caras todos los verdaderos integrantes de la fila, señoras en silla de rueda, señores en andadera, uno en muletas, también hay señores bien cuidados, delgados y plenos. Un manojo diverso de cebollitas blancas. Nos piden que llenemos dos formatos con datos básicos, y salimos en columna escolar, casi marchando, mientras las jóvenes acompañantes de abuelos y tíos empiezan a gritar, unos saludan, otras alzan la mano, uno levanta el puño. Se siente el calor de una comunidad naciente.  Así nació el bloque blanco. 

Caminamos como podemos hacia la casona adjunta, la verdadera Casa del Maestro Jubilado, una joya de ese microestado de bienestar que a algunos les tocó y muy bien y hace ya más de 70 años. En un gran patio, con carpa protectora del sol subsahariano cuautlense, están afiladas las sillas de espera, al frente, como en un templete, las seis enfermeras impecables en un azul intenso, dos soldados resguardan al preciado lote de vacunas, que ya una vez fueron robadas, y la brigada Correcaminos, seis jóvenes, nos van colocando según la numeración de la ficha y vamos avanzando hacia el templete. Todo es rápido, el pequeño tren acelera. 

 

 

La enfermera me dice, el brazo izquierdo y relájelo, según yo lo relajo, que le digo que lo relaje, y vuelvo a fallar, me sacude el brazo y dice, siempre nerviositos, y prepárese, que le puede doler, y me aplica el piquete más suave, delicado, casi artístico, que mi muy amplia memoria de niño antiguo con bronquitis crónica registra. Tenemos que esperar media hora para ver si hay alguna hinchazón en el brazo, dolores fuertes de cabeza o en el cuello, sensación de asco o vómito. El bloque blanco de los 25 nos sentamos juntos, nos preguntamos cómo vamos, dos o tres se paran a preguntar al médico, el señor de muletas nos desea que nos vaya bien con la vacuna y camina hacia la puerta de salida, el bloque blanco revienta en aplausos. Es el final, ya estamos afuera, en una calle rebosante de sol, estallan los gritos de las jóvenes acompañantes, nos saludamos, algunos se abrazan con el brazo extendido, por un momento hicimos grupo. Son las 13:50 de la tarde.

Caminamos al coche, atrás quedaron las incertidumbres vividas muchas de ellas en rigurosa soledad,  las negaciones de que existiera una pandemia, la conveniencia de las vacunas al vapor, la politización extrema de un asunto de salud pública, las apuestas de que no se podrá realizar la campaña gratuita y para todos, las quejas pues no hay manera sin costo de librarse de los criterios igualitarios, la guerra fría que regresa con las vacunas chinas, rusas y anglosajonas, y la fina ironía de que al oriente de Morelos, con poblaciones diversas, clases medias en riesgo de bajar el escalón social, y mayoritariamente pobres, le haya tocado la vacuna Pfizer, por la que algunos viajaron a los Estados Unidos para ponérsela en alguna farmacia.