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16 Mayo 2024, Puebla, México.

De cuando me agarró la eriza en un plantón para la legalización de la marihuana

Sociedad | Crónica | 14.MAR.2021

De cuando me agarró la eriza en un plantón para la legalización de la marihuana

"Toque Poblano" o de cuando me agarró la eriza en un plantón pro marihuana

De cuando me agarró la eriza en un plantón para la legalización de la marihuana y no pude fumar porque estaba en antidepresivos

Que recuerde desde adolescente le tenía miedo al Paseo Bravo. Entre infundado y justificado mi temor, acaso porque mis familiares decían que por la noche mataban, aunque a ninguno de ellos le había tocado apenas un asalto, poco he transitado de él como para conocer sus espacios más recónditos y poco quiero hacerlo aún ahora. Desconocía que había un kiosco ahí y que un par de muchachos lo ocupaban hace ya unos días. Y sin embargo hay algo que llama para recorrerlo. Serán los árboles que lo plagan o serán las personas que se sientan en sus bancas, a uno le atrae el lugar y desea, de un modo u otro, conocerlo: superar, sí, los miedos personales y recorrerlo de punta a punta, en el día y el atardecer.

Estoy aquí. Me cuesta trabajo desde que llegué a la conclusión de que salir de mi casa me resultaba un suplicio y que le debía ese suplicio a algo que por años había evadido: mi ansiedad. A mi psiquiatra no le interesa demasiado que le haya dicho que antes de estar acá había tenido un ataque de pánico. Cree que voy mejorando. Y quizá sea cierto. Antes tenía miedo tan siquiera de dejar mi habitación pues pensaba que alguien o algo me iba a hacer daño, pero ahora lo único que me pasa es que volteo cada tanto a ver si alguien me sigue. Nada fuera de lo normal en un país como México.

Echo un vistazo a mi alrededor y veo que llegan, de un lado, X.[1] y, del otro, Y. Ambos me acompañarán pero Y. desconoce lo que voy a hacer. Si me hubieras dicho, cabrón, dice, habría venido preparado, mentalizado, pues. No cuesta nada, le respondo. Es un toque, güey. A ver, dátelo tú, dice y ríe un tanto incómodo. Sí quiero, pienso, pero no puedo.

 

*

 

A la mente me llega, como el humo del pipazo de la persona que tengo frente a mí, el recuerdo: difuso e inaprehensible estoy yo combinando marihuana y clonazepam a mis dieciséis años. La primera por gusto y la segunda por receta de un médico familiar al cual le dije que me costaba trabajo conciliar el sueño. La combinación me deja el resultado que tanto busco: el olvido. Cuando se usan ambas el sistema nervioso se siente más relajado que de costumbre, sobre todo si la tensión del día a día lo sobrepasa a uno e invade cualquier espacio seguro que se haya creado. Supe por amigos de la escuela que la combinación provocaba amnesia y lo que más deseaba en ese momento era olvidarme, aunque sea momentáneamente, de mí mismo. Pero poco a poco ese olvido se convirtió en rutina, hasta que me vi fumando diario con las cinco gotas de Kriadex que el médico familiar me había recetado en un principio y que ahora le compraba a mi amigo de confianza por algún paro que tenía. No hacía muchas preguntas ni creo que él quisiera darme respuestas. Tan sólo era la transacción y voilá. Las usaba por la noche dos o tres horas antes de que me acostara. Y al siguiente día amanecía de buenas y relajado, aunque, eso sí, bastante más tarde de lo usual: a las diez, once de la mañana. No importaba que tuviera escuela ni que no desayunara a las horas deseadas. El sabor como de uva del Kriadex y el calor del humo de la marihuana podían contra todo: contra mi mamá, contra mi salud, contra el sentido común, contra mi propia memoria.

Como todo idilio hubo de acabar. Y acabó de una de las peores maneras: con mi mamá amenazándome, entre llantos y lamentos, de anexarme si no lo dejaba. No me causó ningún hábito –término que ocupan algunos usuarios de la droga para referirse a la adicción– y sin embargo extrañé los primeros días esa sensación de olvido, de pérdida de la noción del tiempo, espacio y memoria.

Entonces no fumaremos, me dice Y. No, creo que no, le respondo, porque no traes, ¿o sí? No, responde. Sé lo que pasa cuando combinas clonazepam con marihuana pero no cuando lo haces con un antidepresivo y un estabilizador de ánimo encima de ellos. Y por más que me posea la eriza en este mismo momento no lo quiero descubrir. Lo que sé, me dijo Y. mientras nos dirigíamos al kiosco del Paseo Bravo para conocer un plantón de chicos que pedían la legalización de la marihuana, es que no te hace efecto. ¿La marihuana?, dije. Ajá, contestó, no te pones pacheco. No, pues así qué chiste, dije.

 

*

 

Rodeamos el kiosco cuando A. nos mira desde arriba. Meneamos la cabeza al mismo tiempo. De mi boca sale un “qué onda, bandita” que gracias a dios nadie escucha pues lo que nos responde mientras subíamos las escaleras es: sólo pueden estar seis personas aquí arriba. Dejen que se salgan unas y ahorita pasan, ¿va? Queremos sentarnos en las bancas que bordean el Paseo Bravo cual círculo de coliseo. Pero apenas damos unos pasos y nos chifla. Ya pasen, dijo A.

Unas pequeñas cartulinas reciben a los visitantes con las normas correspondientes. Máximo seis personas. Treinta minutos de estancia. Por debajo de ellas las macetas que tienen las plantas, de diversos tamaños, de marihuana. Hay que registrarse y a cambio te dan una suerte de tablita con la que controlan el acceso. Si quieren fumar debe ser de su consumo personal, nos indicó A. como parte de las instrucciones a seguir. O igual si vienen a pedir información sobre nuestras consignas y el movimiento, son bienvenidos.

Cuando llegamos B. está próxima al barandal del kiosco. Le dice a un chico que se acercó, probablemente curioso de saberlos ahí, como lo hacen, del mismo modo, niños pequeños que los fines de semana pasean con sus familias en el lugar, las exigencias que como organización tienen para con el gobierno. Está muy metida en la plática, así que no se da cuenta de que hemos llegado. Forma parte, junto con A., del colectivo Toque Poblano, que desde el año pasado se mantiene activo en pro de la visibilidad por los derechos de los usuarios de marihuana. Organizan, entre otras cosas, rodadas, marchas y actividades en la ciudad para informar a las personas que conocen y/o desconocen los beneficios que se obtienen con la marihuana.

Lo primero que salta a nuestra vista es un pequeño librero que tienen cerca del barandal. Salta porque traemos un par de libros que hemos decidido donar a su creciente biblioteca –de la cual puedes pedir prestado unos libros y devolverlos después–. Las lonas que colgaron alrededor no sólo la protegen sino que, más importante aún, protegen, tanto del sol como del frio, las tiendas de campaña. Con ésta sería su tercera semana en el kiosco. Toque Poblano desplegó en sus redes sociales la noticia de que harían un plantón en el espacio que les ha permitido reunirse en los últimos meses: el Paseo Bravo. Ese plantón llevaría el icónico código de los usuarios de la marihuana: Plantón 420, mismo que surgió en la ciudad de México y que lleva ya más de un año afuera del Senado.

El 18 de febrero tomaron el lugar. ¿Y le avisaron al gobierno o sólo llegaron?, pregunta X. No, cómo crees, responde A. Nada más llegamos. Más vale pedir perdón a pedir permiso, digo y todos ríen. Qué le vamos a andar pidiendo permiso al gobierno, responde alguien más del colectivo.

Pase para permanecer el kiosco por media hora

 

*

En un arranque compulsivo le pedí a un amigo de la marihuana que él mismo cultiva. A ciencia cierta no sé por qué lo hice pues al final sabía que no podría fumarla por lo menos en un año, el tiempo que dura mi tratamiento psiquiátrico. Me la regaló sin problema. Será que leo mucho sobre drogas y enfermedades mentales que desde hace unas semanas mis ganas por fumar marihuana han aumentado. O será que desde hace un buen tiempo –año y medio– no consumo. Lo cierto es que una bolsita con varios toques y porritos está escondida en mi closet.

Pienso en ella en este preciso instante en el que me siento erizo. La hubiera traído y ya si no fumaba yo lo podían hacer o Y. o X. Ellos también la han probado. De hecho Y. es usuario más recurrente de ella. Hasta donde recuerdo X. no la consume con tanta regularidad. Lleva un tiempo así. Salgo de mi pensamiento por unos instantes y observo el lugar de nuevo. Sobre la mesa hay unos pequeños frascos que contienen hierba y bachas de los chicos que hacen el plantón así como los encendedores que usan para prender ya sea su pipa o su porro. Junto a ellos un juego que se ve lo suficientemente complicado para que yo, que vivo en un estado de ansiedad y miedo por no fumar y salir de mi casa al mismo tiempo, quiera jugar. Es ésa la poleana, ¿verdad?, pregunta X. Sí, justo, responde A. Dicen que lo juegan en las cárceles, dice X. ¿Y lo sabes jugar?, le pregunto yo. La verdad no, me responde.

El humo me llega a pesar de que tengo el cubrebocas bien puesto en su lugar y la eriza se intensifica. Nunca la había sentido de este modo, ni siquiera cuando le pedí a mi amigo la poca marihuana que le sobraba. Todos los recuerdos que he tenido como usuario de ella vuelven a mí y son más aprehensibles que el primero: como esa vez que me cagué de risa con mis tres mejores amigos porque uno de éstos, igual de pacheco que yo, me dijo que el otro se parecía al Sr. Burns; o como esa vez que me imaginé que estaba en medio de una guerra muy al estilo del Señor de los anillos con Led Zeppelin de fondo; o como la infinidad de veces que mis conocidos y yo platicábamos sobre los límites entre lo real y lo ficticio y terminábamos sin saber dónde había comenzado la idea y a dónde queríamos llegar. Quisiera, de un modo u otro, participar en esta convivencia que por mucho tiempo ha sido mal vista. Pero lamentablemente no puedo. Lo único que hago es ver, platicar y contener mis impulsos de hacer una pendejada.

 

*

 

Si bien el espacio es seguro, donde la tolerancia por parte de las autoridades se visibiliza pues no hay ningún policía a la redonda molestando, los chicos de Toque Poblano debieron atravesar el laberinto de la burocracia para que esto sucediera. Metimos amparos, documentos y papeles para que nos dejaran en paz, dice B., que nos parece una suerte de líder del plantón, al menos para mí y para Y. Mucha, mucha burocracia. Y es bien cansado. Ahora un viento del mediodía pasa a través del kiosco y se siente más fresco de lo usual gracias a las lonas que colgaron y que impiden el paso del sol.

Es un lugar ideal para aquella persona que desee darse un toque y no pueda hacerlo en su casa por el estigma que aún vive en la sociedad. Dentro de sus actividades cotidianas está el informar a las personas sobre el uso y beneficio de la marihuana y, de paso, enseñarle a quienes ya consumen los pormenores del autocultivo. Así, de un modo u otro, se vuelve una acción autogestiva, pues ya no dependen de los narcomenudistas o, bien, como la posibilidad que se plantea ahora, de terceros, como lo serían las farmacias, para conseguir su marihuana. Esos tallercitos, nos dicen, se llevan a cabo los domingos.

Aparte de eso, ya hay clientes frecuentes, nos cuenta C., quien se muestra más animado con nosotros. Por ejemplo, viene un chico a jugar ajedrez y poleana mientras se da sus toques. Es a toda madre. De hechos nos trajo un par de libros. Justo como ustedes. El otro día vino con una bolsa grande. Le preguntamos que qué onda con eso y sacó de repente un bonche de libros. Por ejemplo, esos que están ahí, los de Narnia, y señala con el dedo al otro lado del kiosco, los trajo él.

 

Casas de campaña y pequeña biblioteca que están desde el 18 de febrero de 2021.

 

 

 

Pero no es el único. De repente A. dice: miren, ahí vienen los vatos de ayer. A lo lejos dos chicos de lentes y con mochilas en las espaldas aparecen. Se acercan al kiosco y saludan a las personas que están ahí. De por sí esos chicos vienen todos los días, dice C. Trabajan, creo, y antes de ir al trabajo vienen a darse sus toques. Ya los conocemos. Son de confianza.

Según dice, muchos de los que acuden al kiosco vienen a ejercitar la mente. Porque la marihuana tiene sus beneficios, aunque no lo crean. Hay estudios por parte de universidades, continúa diciendo, que dicen que sirve para curar el Alzheimer. Y que incluso lo previene. Si uno fuma y se mantiene mentalmente activo, haciendo cosas, jugando, por ejemplo, ejercita la mente. No es nada más, aún dice, echar la hueva o andar de vago, sino que trae todo un beneficio al cuerpo y a la mente. Y qué mejor que hacerlo en comunidad.

El colectivo ha conocido a varias personas en las últimas tres semanas de plantón. Existe el apoyo tanto de viejos amigos como de las personas que curiosas se acercan a ver qué pasa ahí. Y sin embargo hace unos días, específicamente el 8 de marzo, tuvieron problemas. Por alguna razón que no saben les cortaron la luz del kiosco, lo que los puso en un mayor riesgo. Interpusieron una queja con la CFE pero no recibían respuesta alguna. Insistimos y poco a poco hemos podido salir adelante, dice C. Pero eso no fue todo. Después de eso unos policías se dejaron caer. Vimos que se acercaba un comandante con fácil diez polis, dice C., que venían armados. Nos sacamos de onda. Entre el viaje y el cansancio no sabíamos qué pasaba. Pero no pasó nada. El comandante nos preguntó si no nos hacía falta nada. Le respondimos, prosigue C., que nos cortaron la luz y que la necesitábamos para estar más seguros en la noche. Está bien, respondió el poli, nos dice C., veremos qué onda con eso. Pero nada más. No pasó a mayores. Después de ello, continúa diciendo C., empezamos a ver que las patrullas rondaban por las calles, como cuidándonos, ¿saben? Es lo chido. Quizá en una de esas un poli nos diga que saquemos el toque, dice y ríe. Sí, digo yo, yo conocí a un par de profesores que ya se los quería llevar una patrulla en una ocasión por andar teporocheando y cuando los iban a trepar uno de ellos vio que uno de los policías se estaba dando un toque y lo único que le dijo fue: “¡eeeeehh, saca!”.

 

*

 

Una de las creencias que tiene la sociedad es que la marihuana te pone violento. Habrás de asaltar, golpear o agredir verbalmente a alguien. Pero lo cierto es que la marihuana está lejos de ello. Dado que es un depresor del sistema nervioso te relaja. Tus músculos se distienden y tu mente se dispersa más de lo usual. Sirve, si se quiere, para dormir. Y sin la necesidad de combinarla con algo más (ejem, ejem…) Acaso, eso sí, puede desatar en quien tiene la información predispuesta un brote psicótico. A un amigo le pasó que en una fiesta alucinaba que su hermano estaba abajo esperándolo para regañarlo. Poco a poco se le bajó el efecto y supo que ni siquiera su hermano iría por él ese día. A menos que tu consumo exceda la normalidad es como podrías sufrir un ataque psicótico. Por ese lado, poco se diferencia del que podrías tener si eres alcohólico. De hecho, varios compañeros de la universidad han sido diagnosticados con esquizofrenia después de un periodo prolongado de consumo de alcohol.

Y eso me suena bien hipócrita de su parte, le digo a C., porque no deja de ser una droga. Que sea legal es otra cosa, pero el alcohol no deja de ser droga. Y creo en ese sentido, le continúo diciendo, que la marihuana trae cosas bien chidas para el organismo. Te pone de buenas. Y eso que no hablan de las variedades de la planta, me responde C. Porque la planta sirve para dar masajes en el cuerpo, por ejemplo. Sí, le respondo, o por ejemplo el CBD, que ayuda, incluso, y me dirijo también a X. que está entre C. y yo, a los psicóticos. Se sabe que les ayuda para disminuir los síntomas. Así es, asiente C. y una pequeña sonrisa se esboza entre lo que puedo ver de su cubrebocas. Quizá si consumo CBD, pienso, pueda dejar, tarde o temprano, mis medicamentos psiquiátricos.

 

*

 

A diferencia de A., B. y los demás integrantes del plantón, C. platica con nosotros. No desconfía, como quizá los demás lo hacen, de que no estemos fumando. Probablemente es algo normal en las personas que consumen y hacen este tipo de activismo: buscan que participes activamente. Pero lo que no saben, porque yo no les he dicho, es que estoy imposibilitado para ello. Quiero pensar que mi poco tacto aumenta su desconfianza. Maldigo a la universidad por haberme enseñado a tratar con libros y no con personas. Porque, a fin de cuentas, los libros y las personas son bien distintos.

C. trabaja. Lleva tres días durmiendo con los chicos del plantón y comenta que por las madrugadas se pone buena la cosa. Por si quieren caerle, nos dice. En un rato se irá. Pero antes de ello habla con mucho gusto. Nos contó que un día antes una persona había llegado con ellos. Quería fumar y cotorrear un rato. Pero los familiares de ésta se enteraron. Lo interceptaron en el kiosco y empezaron a corretearlo. Uno de sus familiares se bajó del coche en el que iba y lo empezó a golpear. De repente, cuenta A. y confirma C., vimos que agarró una piedra y le metió un madrazo en la cara. Sonó hasta aquí. Así: ¡plas!

La intolerancia aún persiste en la ciudad y en el país. Recientemente estuvo en redes sociales un video de la diputada Cynthia López Castro quien, desde su amplio desconocimiento del tema, comentó que si alguien consumía un brownie con 550 miligramos de marihuana se quedaba cuatro días en el viaje –el LSD envidia ahora a los brownies de marihuana–. No pudo siquiera pronunciar el nombre del compuesto de la planta y dijo, en su lugar: CHTC. (O algo similar que no se escucha muy bien.) Los memes invadieron el internet y ahora me hacen el día.

Hay mucha ignorancia y desinformación, dice C., con quien hablamos, ahora, de experiencias en común, de momentos buenos con amigos. Resolvemos, también, dudas. X. le pregunta por una planta muy grande que está en los escalones del kiosco. Se dirigen para allá pues X. quiere que C. le explique de dónde proviene lo que nos fumamos.

Me siento en una de las sillas que hay en el kiosco. Pregunto quién quiere jugar poleana a pesar de que aún muera de miedo y, sobre todo, no sepa cómo jugarlo, pero nadie responde. A. hojea uno de los libros que decidí donar. Algo le llamará del Diario de un seductor de Sören Kierkegaard, al que jamás le entendí y por el que no sentía interés de entender algo. B. fuma un cigarro y dice que deberían tener un área para fumadores de tabaco. Como nadie me presta atención saco mi celular y uno de ellos me ve de reojo. La desconfianza se trasluce en su mirada. Probablemente piense que me mensajeo con alguien porque soy un infiltrado. A pesar de que les dimos, de buena gana, un par de libros para su biblioteca no hablan mucho. Y eso me incomoda. Pero poco a poco comprendo que no está mal. Más tarde Y. me diría que no era tanto desconfianza como que estaban en el viaje. Ya sabes: la marihuana a veces te desconecta de las cosas, me dice. A lo que también pensaría: quizá sea el cansancio del plantón lo que los mantiene distantes.

Para romper un poco el silencio le pregunto a un chico que está a mi lado cuánto tiempo planean quedarse. Indefinidamente, responde. Hasta que el gobierno cambie las leyes y respete nuestros derechos. Pedimos que cambie la cantidad de marihuana que se puede portar, porque está en 28 gramos y nos parece muy poco. ¿Y cuánto piden que sea la cantidad a portar?, le pregunto. La que quieras, me responde. Somos libres de tener la que queramos.

 

*

 

Hacer un plantón en medio de pandemia, pensé, implica que haya una probabilidad más alta de contagios. Y si se considera que quienes hacen el plantón están en un estado alterado de la conciencia uno podría imaginarse que la probabilidad es todavía mayor pues las medidas de seguridad disminuyen.

El 9 de marzo convocaron a una protesta pacífica en el Zócalo de la ciudad. La información circuló por redes pero obtuvo poca respuesta. Apenas llegaron diez personas. Sí, pero a quién se le ocurre publicar con una hora de anticipación, dice B. Con un ligero movimiento de resignación los demás asienten, y vuelve a decir: Lo pensé pero mejor no dije nada.

Hace un año el gobierno le pidió a la sociedad que dejara de hacer reuniones en espacios públicos con el fin de evitar los contagios de la COVID-19. Gran parte de ésta, sin embargo, desobedeció las indicaciones y se siguió reuniendo. Como medida de prevención el ayuntamiento cercó el Zócalo para impedir el flujo social. Así que los asistentes a la fumada 4:20 del martes tuvieron que reunirse a los costados de la plancha con su correspondiente sana distancia y, sobre todo, su correspondiente porro.

Tal cual con la protesta, los chicos del plantón han mantenido una serie de reglas rigurosas sobre la permanencia en el kiosco. No hay que compartir la pipa, dicen, ni estar más de treinta minutos, para darles chance a otros que lleguen y fumen y no se acumulen las personas aquí. Aunque nosotros ya nos pasamos por más de veinte minutos y vimos cómo se compartían entre ellos las pipas. Un cartel al fondo pide que quienes participen en el plantón laven sus trastes. No vaya a ser que te agarre el munchies y no tengas donde servírtelo. Existe, a pesar de todo, las medidas de seguridad correspondientes para evitar los contagios. Y el lugar, cada tanto, se asea, cambia de actores y recibe nuevos.

 

A pesar de la pandemia los chicos del Plantón 420 Puebla mantienen las medidas de seguridad para prevenir cualquier contagio.

 

Es entonces que B. recuerda el tiempo. Se acerca a la libreta de registro que está en la entrada y dice: ¿Quién es X. y Y.? Nosotros, responden mis amigos. Ah, ya nos quieren correr, digo yo, entre incómodo y risueño, a A. Sí, me responde él un tanto serio, como desconfiado, y luego ríe. Está bien, pues, digo.

Pueden volver en un rato, chicos, nos dice B. mientras bajamos las escaleras, nada más dejen que vengan otros y ya.

 

*

 

Mira, dice F., que con los dedos corta el quesillo del molote que ahora muerde, el pedo no está en la droga, sino en quien la ocupa. La persona debe estar emocionalmente estable para consumir cualquier cosa, cualquier droga, sea legal o ilegal. Y tener, sobre todo, autocontrol. Luego hay cada atascado, continúa diciendo y las gotas de salsa y crema que yacen sobre la harina frita del molote empiezan a caer, que se hacen pinches cohetones de mota, güey. Sí, dice Y., que la da un sorbo a su Coca, no es lo de un porro normal. Nel, contesta F., la raza es bien atascada.

  1. es usuario de la marihuana desde los quince años. Su primer contacto sucedió cuando aún cursaba la secundaria. Sus amigos se escapaban de clase e iban detrás de las gradas de una gran pista verde a fumar cilantro. Al menos así me lo dijo las primeras veces. Y como era –y aún soy un tanto– ingenuo le pregunté que cómo se fumaba el cilantro. Se rieron tan fuerte que lo tomé a mal. No entendí, sino hasta muchos años después, por qué lo hacían. Si a ti también te agarra la risa cuando estás pacheco, güey, me dice F., o qué, ¿no me contaste de esa vez en casa de tu amigo, que le dijeron que era quién, el Sr. Burns, no?

Le comenté a F. que iría a visitar el kiosco y dijo que nos viéramos por la tarde. Podemos comer algo, me escribió por WhatsApp. A mí la neta, dice F. y parte un cacho del borde del molote, me parece que todos tenemos una adicción que nos hace funcionar en el mundo. Ya lo decía Burroughs en Yonqui: podemos ser adictos al café, al azúcar, a la porno hoy día, al juego sin ningún problema. Funcionamos. Y es más: es la adicción la que nos hace funcionar. Sin ella no seríamos nada. ¿No crees que hay chingos de personas aquí mismo que no tienen vicios bien ocultos, que nadie nunca sabrá y que si se los quitas pierden todo? El chiste, dice y se sirve un poco más de crema, está en saberlo controlar. Cuándo detenerse es lo importante. Sobre todo cuando te estás metiendo a tu cuerpo algo que puede causarte más dependencia, como la heroína o la coca.

  1. se quedó con la marihuana como su droga preferida, pero a lo largo de sus años se ha metido tanto con las drogas psicodélicas como con las sintéticas. Me laten más los hongos que el LSD, dice. El viaje es más lindo, menos violento. Con el LSD siento que me putean y con los hongos que todo se expande y como que me abraza. Fuera de eso me laten más las tachas que la coca y las anfetaminas, para qué te miento. Aunque según recuerdo, me dice, tú andabas en un rollo como de las anfetaminas, ¿no? Algo así, le digo. El tratamiento del TDAH considera al Ritalin como el mejor medicamento y según sé éste tiene las mismas propiedades que la anfeta. Simón, sí, me dice. De seguro a ti ya no te haría ningún efecto, dice y ríe. Se voltea para buscar al mesero y pedirle que le traiga una memela, pero éste no se ve.

Es un mito esa mamada de que la mota te hace tarde o temprano consumir drogas duras. Quien las consume es por gusto. Es más: conozco raza que le hace feo a la mota porque le late el rollo más pesado. Nunca han probado mota. Borges, dice Y., consumió coca y nunca mota. No, digo, ¿o sí? Que sepa, responde, sí. Yo leí, le digo, que no le hizo efecto la mota y en cambio la coca sí pero al final no le latió. Doy un sorbo a mi Sidral. Quién sabe, dice Y. Bueno, bueno, no importa, dice F. Podríamos usarlo de ejemplo y al final nada cambia. La persona que decida usar coca o heroína o barbitúricos o cualquier otra cosa lo hace por decisión propia. Si yo consumí todo lo anterior fue por convicción propia. Y ni siquiera lo hice como muchos lo hacen. La heroína, por ejemplo, la fumé porque me dan culo las agujas. Además de que sé, dice y le hace una señal al mesero con la mano, que si te la inyectas es más adictiva. Ves al Burroughs. Aunque a veces desconfío de lo que dice. Todos lo haríamos, dice Y.

¿Te latería dialogar y/o convencer a alguien que jamás haya probado la marihuana sobre su uso y beneficio?, le pregunto al tiempo que llega el mesero y F. le hace su pedido. Nel, me dice. Para qué. La gente tiene muy arraigadas sus ideas y de ellas no salen. Menos ahora. Todos quieren matarse. Andamos bien ciscados. Supongo que entre el virus, el encierro y la inseguridad le dices algo a alguien y ya te quiere tumbar. Mejor así, continúa diciendo, de lejitos. Seguirán creyendo que la marihuana es mala y provoca violencia y todo y pues está bien. Cada quien su viaje. No soy activista pero respeto a quienes sí lo son. No iré con los chavos del kiosco porque no me interesa pero saben que la lucha también corre a cargo mío en lo que pueda hacer.

Pienso, le digo a F. y de paso también a Y., que lo que están haciendo en el kiosco es hacer comunidad. Y está muy cabrón hacer comunidad hoy día. De no ser las feministas no hay algo comunitario. El capitalismo nos está acabando. Eso sí, dice F., pero no te creas: el pedo de la marihuana no siempre es comunitario. A veces te desconectas gacho de los demás. Te aíslas. El típico cliché del güey que prefiere estar solo para fumar. Pero a fin de cuentas, le digo yo, están ambos polos, ¿no?, ambas opciones. Sí, me responde, eso no te lo quito. Y también podríamos encontrarle un sentido más espiritual a la planta, por qué no. Aunque si me preguntaras, dice F., yo a la droga más chida que le daría un sentido espiritual es a los hongos. Toda la historia de María Sabina es un trip por sí sola.

Pero bueno, dice F. cuando le traen su memela. Yo pido otra, aprovechando que el mesero está aquí. ¿Igual que la otra, joven?, me dice. Sí, por favor, le respondo. Pero bueno, repite F. que le sopla a su memela. ¿Cómo vas con tu tratamiento?, dice. ¿Sí te hacen efecto los antidepresivos? De seguro ni quisiste fumar en el kiosco porque te dio culo, ¿verdad? Nah, lo hubieras hecho. No te pasa nada.

 

*

 

Antes de subirme el chico del Uber me pregunta si no tengo problema con que su hijo venga con él. No, le respondo en un mensaje, ninguno. En el asiento del copiloto está un pequeño de seis años que casi no habla. A su papá se le escucha apesadumbrado. Su mamá tuvo un problema, dice, y me lo dejó. Hay gente que me cancela el viaje. Supongo que desconfían. Sí, le digo, la gente anda más paranoica que de costumbre.

A unos metros de distancia está una lona. Pero no es una lona de plantón o protesta como la que está en el kiosco, sino de política. ¿Sabe si hubo reunión?, me dice el chico. ¿Dónde?, le respondo. Allá atrás, contesta. Hay una carpa. No, digo, ni idea. Sé, continúo diciendo, que hay un par de chicos aquí en el kiosco, y señalo con la mano, que están pidiendo que se legalice la marihuana. Me observa a través del retrovisor y un poco sorprendido pero escéptico dice: ¿Neta? Sí, le respondo. Eso no va a pasar nunca, me responde. No le conviene a nadie. Ni a los gobernantes ni a los narcomenudistas. ¿No has visto el video de la diputada que dice que con un brownie de 550 miligramos te quedas en un viaje de cuatro días?, le pregunto. No, me dice. Pero eso no es cierto. Yo también fui joven, dice sin tapujo y veo que su hijo lleva el celular con el mapa y, me imagino, un buen juego para distraerse, y me gustaba el cotorreo. La fumé unas cuantas veces, dice, pero eso que la señora dice es imposible. Sí, le respondo, hay mucha desinformación. La gente aún cree que te pone violento. Eso no pasa, me contesta. A lo más te adormila. Es como tomarte una chela.

Mi celular vibra. Me ladeo un poco para sacarlo del bolsillo. Es un mensaje de X. ¿Cómo les fue?, pregunta. Todo en orden, le digo. ¿Y Y.?, me responde. Se fue a su casa, le digo. Está bien, me dice. Wacha. Un video aparece en mi pantalla: es del diputado Hirepan Maya, quien decide forjar un porro en su intervención en lo, me imagino, es la Cámara de Diputados. “Muchos han venido con su toquecito. Yo me lo estoy preparando acá”, dice mientras sus labios rodean el papel arroz que oculta la marihuana. “¡Bien que le sabe!”, grita algún otro diputado. Está cagado, jajajaja, me dice X. Sí, jajaja, le respondo y río: no sé si de gracia o para evadir, nuevamente, mi eriza.

 

[1] Se sustituyeron todos los nombres de los involucrados para que no hubiese represalias contra ellos.