El 1 de enero de 1923 amaneció en algunos muros de la ciudad de Puebla una hoja de papel afiche de colores que contenía el segundo manifiesto estridentista, elaborado por Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide en un café de chinos. La noche anterior había sido distribuido bajo las puertas, o en las ventanas, de varios domicilios de la Angelópolis. Poco después de la primera alborada del año –recordaba List Arzubide– aquello estalló. “Puebla trepidó como nunca. Mucha gente temprano ya lo tenía. Como a las doce del día apareció la primera extra de un periódico que se llamaba El mosquito, en que nos atacaron, especialmente a mí”.
El manifiesto de Puebla ha sido considerado por Luis Mario Schneider como el “más violento, más agresivo”. Su propósito evidente era “sacudir el medio ambiente provinciano y despertar interés en los jóvenes”. En efecto, su virulencia no respetó ni a los poetas del canon entonces vigente ni a los héroes del panteón cívico. Aparte de lanzar un llamado “a la juventud intelectual del Estado de Puebla, a los no contaminados de reaccionarismo letárgico” y de expresar su “desdén hacia la ranciolatría ideológica de algunos valores funcionales”, afirmaba con lenguaje más claro la “posibilidad de un arte nuevo, juvenil, entusiasta y palpitante”, y se concentraba en vituperar a los más destacados miembros del establishment literario local y a figuras históricas como Alfonso XIII o Ignacio Zaragoza (“bravucón insolente de zarzuela”).
El desplante de la única vanguardia mexicana en la urbe poblana no conmovió las estructuras poéticas locales ni provocó más adhesiones que la del mismo Germán List Arzubide, quien siguió animando el movimiento, publicando su revista Ser y artículos en la prensa citadina hasta que, luego de una golpiza que le propinaron los estudiantes del Colegio del Estado tuvo que huir a la ciudad de México. No sólo fue expulsado físicamente; durante más de medio siglo su nombre habría de desaparecer de los estudios y las antologías poéticas elaboradas por aquellos a quienes hicieron objeto de su escarnio, o por sus discípulos, continuadores de una poética que habría de variar muy poco en las décadas subsiguientes.
A cien años de esa convocatoria a romper con una tradición anquilosada, arropada entonces entre los muros del Colegio del Estado y del Seminario Palafoxiano, ¿qué pensarían los estridentistas ante el actual panorama artístico y cultural?, ¿a qué poeta pipope acusarían de escribir babosadas?, ¿en qué horizonte encontrarían los pianos de manubrio en el crepúsculo? No arriesgo juicio alguno. Simplemente me encantaría viajar en el tiempo para ver el rostro indignado de los aludidos en su rimbombante panfleto.
