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2 Mayo 2024, Puebla, México.

Una carta a mis amigos medio siglo después / Sergio Mastretta

Sociedad | Crónica | 11.JUN.2023

Una carta a mis amigos medio siglo después / Sergio Mastretta

En el 50 Aniversario de la Generación IMO 73

De Sergio Mastretta para su amigos, luciérnagas fugaces

Sábado 10 de junio de 2023

Son ya cincuenta años los que se han ido tras esos luminosos tiempos de la vida juntos.

Hay experiencias que siempre han estado ahí, al alcance de la mano, como retazos que quedan en el lienzo del tiempo que se ha ido y que pensamos irrecuperable. Hay experiencias en la vida que se vuelven igualmente inasibles pero que están a la espera de revivir en cualquier momento, justo como hoy, cuando encontramos a los amigos viejos. Pero todo es cuestión de vernos a los ojos para encontrar en ellos el destello en el que reconocemos que somos hermanos. Y que somos realmente afortunados.

Las miradas se encienden, y no hay manera de que importe la pesada carga de cincuenta años. Ahí está nuestra memoria, como la luz de las luciénargas incandescentes y fugaces; en ella persiste lo inasible del mundo, las imágenes propias de un pasado que se prende y se apaga ante nuestros ojos. Hay días en los que las luces de la memoria se encienden. Y reconocemos las luciérnagas que fuimos.

Esa memoria es el mejor homenaje que les ofrecemos a quieres ya  se han ido. Somos sus sobrevivientes. Cuando un amigo viejo muere se lleva parte de la vida de uno, escribí cuando el funeral de Alejandro Arroyo en el 2013. Gerardo Alarcón Cardoso y Jesús Reyes murieron a los mismos 16 años nuestros. Tan niños. Muy pronto se fue también Arturo Macip. Y entonces no supimos que algo de nosotros se fue con ellos, tan jóvenes. Y más adelante el Güero Gómez Calderón a sus 39 años, justo en el momento en el que cada uno de nosotros construíamos para nuestros hijos el futuro que les heredamos. Alejandro fue el primero que se fue en los años de nuestra vida adulta. Pienso ahora en esos nuestros primeros muertos. Y es imposible no pensar en su partida como una señal certera de que el camino que sabemos que lleva a ningún lado, puede cerrarse cualquier día, y cualquier instante es el próximo a su final.

Y sin embargo nos encontramos hoy, a nuestros 68 años, con una memoria comprometida con esos intensos años que pasamos juntos. Cada quien tomó su rumbo propio para el que nos formaron la familia y la escuela. La vida nuestra de cada uno, ausente de los otros sus amigos. Cada uno de nosotros guarda su propio relato. Las luciérnagas que fuimos, luces que sin embargo se enlazan y reconstruyen momentos en los que fuimos actores felices, reproducidos con precisión cinematográfica: el salón de clases convertido en caverna milenaria por adolescentes brutales, el olor del gis que borra todos los sudores del patio futbolero, el rostro iracundo de un maestro que en nuestro desmadre sufre la inclemencia y la razón de su profesión, la soledad absoluta de la mente en blanco ante un cálculo diferencial en un examen vigilado por el Capitán León, él mismo la más furiosa conquista del lenguaje justiciero.

Justicia, la necesidad imperiosa de luchar por ella. Esa para mí fue la principal herencia de la formación jesuita. Con Luis y el Fóforo, y la Chayota después, imaginamos un destino por ese incierto desfiladero de una vocación de vida. La fe en que es posible una mejor vida para todos como razón de vida religiosa. Cada uno abrió su propio derrotero. Y aquí estamos, con la carga de un país que contribuimos a construir en estos cincuenta años. Un país de una violencia que nunca imaginamos posible. No hay actores felices en ese país. La justicia es un mal chiste. Y la fe no puede ser más que ciega.

Es el país en el que ya llevan la estafeta nuestras hijas, nuestros hijos. Es el que les heredamos.

“Si miramos lejos –les escribí hace veinte años, en otro momento en el que mirábamos a nuestro país también en el despeñadero--, a nuestros últimos treinta y cinco años –ahora son cincuenta-- encontraremos la sabiduría para entender que esta coyuntura actual será una de tantas escaramuzas de la vida pública, atorada siempre entre sus rasgos malignos y rapaces, y los reclamos trágicos por la justicia milenaria."

Lo sigo viendo así en estos tiempos extremos que vivimos: entre la perversidad añeja de la política mexicana y la aparición de un nuevo iluminado que afirma nos lleva al paraíso. No será la primera vez que sobrevenga una aparición así en nuestra historia.  Pero como pocas veces en todos estos años, sí pienso ahora que la nación está en riesgo. No creo en la salvación por un político. No veo más alternativas que la organización social y la crítica inteligente para la transformación de nuestro sistema político. Guardo la ilusión por un país más justo, menos desigual, de mujeres y hombres libres, independientes de dioses y partidos, sin himnos y banderas que reclamen la muerte de los otros. Pero también creo que no llegará por el culto a los iluminados.

El ánimo de búsqueda permanente de esa sabiduría, les digo, es para mí la principal herencia de nuestra formación jesuita.

Hay que chambear, les propongo entonces, creer en nosotros mismos, en la familia, los amigos, en el mundo que a pesar de todo hemos construido. Reírnos un poco y mucho más. Imaginar que tenemos ante nosotros otros cincuenta años de gozos y pesadumbres. Y de paso, pelear por lo que se ama y se imagina y se construye en el hecho simple de estar vivos.

Abrazo, cabrones.