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4 Octubre 2024, Puebla, México.

La primera vez que salí de Ixtepec / Manuel Espinosa Sainos

Cultura | Crónica | 2.JUL.2024

La primera vez que salí de Ixtepec / Manuel Espinosa Sainos

Recuerdos de mi padre

Eran tiempos en que en Ixtepec, en la montañosa sierra norte de Puebla, aún no entraba la carretera. Ni idea teníamos de lo que era un transporte público en vivo y a todo color.
El único carro que conocía era una reja de madera que mi padre le había puesto llantas, también de madera, y me llevaba jalando cada vez que tenía tiempo para jugar conmigo. Regularmente eso ocurría en las tardes, cuando no llegaba tan cansado.
Caminamos largas horas, cruzamos ríos y pueblos de la región hasta llegar a Kaxanatna, que así le decimos en nuestra lengua al pueblo vecino de Xochitlán de Vicente Suarez, el lugar donde abundan las flores.
No recuerdo bien si era un domingo o un sábado, pero fue por el mes de mayo, cuando por primera vez escuché el claxon de un autobús que venía llegando por las empedradas calles del pueblo.
Era un autobus viejo, de los primeros que empezaron a llegar por estos rumbos. A mí me pareció enorme e imponente y me asusté.
Me alejé llorando lo mas que pude dejando a mi papá solo en la improvisada terminal y desde lejos vi cómo la gente descendía de aquel largo transporte que para mí, parecía un monstruo.
Una vez que los pasajeros terminaron de bajar, mi papá me llamó para que abordara con él aquel autobús, pero yo seguía sumido entre la impresión y el miedo, así que no hice caso y me quedé ahí, llorando.
Entonces mi papá se subió junto con la gente que hacía fila y al escuchar que el autobus se encendía para arrancar, así llorando me fui corriendo para alcanzar a mi padre. Adentro había muchos asientos y gente ya acomodada.
Todo era nuevo para mí, sorprendido veía que los árboles y las casas caminaban mientras avanzabamos, yo sentado en la ventana y mi padre al lado. Después tuve una extraña sensación y sufrí un mareo.
Al poco rato llegamos a Zacapoaxtla, ahí ya había más coches y más gente por todos lados. Frente al zócalo había una panadería que al pasar el olor invitaba a entrar y caer rendido en los dulces sabores.
Era la fiesta de la pequeña ciudad y habían traído juegos que yo solo había visto en la televisión de algunas pocas casas de mi pueblo que ya contaban con ese aparato.
Un juego que parecía una jicara gigantesca extendida que daba vueltas y se elevaba muy alto. Tenía muchos asientos alrededor y luces de colores por todos lados. Una rueda de la fortuna y los típicos caballitos.
Mi padre me preguntó si me subiría con él a esa jicara extendida y por supuesto mi respuesta fue un rotundo no. Qué miedo, dije yo. A cambio me llevó a los caballitos.
En ese juego había muchos animales de metal pero yo preferí un caballito. Mi padre me subió y él eligió otro caballito para subirse al lado de donde yo estaba.
Me puse feliz pero a la vez me invadió una sensación muy rara, porque todos los papás estaban con sus hijos sujetandolo y parados al lado, pero no se habían subido al juego tal como lo hizo mi papá, montando un caballito.
Y sí, ahí tendí que a pesar de lo rudo y malhumorado que estaba a veces, y a pesar de lo agresivo que era con mi madre, él también seguía siendo un niño.
Y lo sigue siendo, porque dicen que con la edad uno se vuelve niño otra vez, aunque yo creo que más bien, mostramos con más libertad ese niño que todos llevamos dentro.
Manuel Espinosa Sainos. Poeta, traductor y comunicador totonaco.