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31 Marzo 2025, Puebla, México.

Una

Cultura | Crónica | 26.MAR.2025

Una "Historia Verdadera" más: Habana / Günter Petrak

 
El mar era cristalino y de un color parecido al de algunos cristales pulidos de Swarovski. En aquellos tiempos no había visto uno; los conocería diez años después en un negocio de Plaza Universidad, en la Ciudad de México, donde me llevaría alguien que fue importante en mi vida y ha permanecido en el recuerdo como una bella flor de cristal pulido a donde me asomo de vez en vez como lo hice en el mar Caribe, más de una década antes de conocerla. Era el agua de la playa de Varadero en la cual hundía la mirada y lo pies con inefable regocijo. A unos metros, sobre la arena y bajo una sombrilla me esperaba mi guía, Rodolfo M. Olivero, un tipo estupendo, bici taxista. Cuando regresé con él, escurriendo sudor y agua salada, me ofreció un trago de ron Paticruzado y un cono de maní. Yo había viajado con D, pero ella decidió permanecer en el hotel después de una horrenda experiencia que contaré más tarde.
—Te voy a presentar a una cubanita— dijo mi anfitrión y se dirigió a un grupo de chicas que estaban cerca. Regresó con una joven, de 16 años.
—Mira, ete e mi amigo mexicano. Es psicólogo.
—Hola, un placer— me saludó ella con una voz cordial y formal. Luego, supongo que para romper el hielo, agregó —¿qué exactamente hace un psicólogo?
—Ah, ¡qué tonta! — interrumpió su paisano —¡los psicólogos estudian el celebro!
—¿El qué? —pregunté, aguantando la risa.
—El celebro…
—Es “el cerebro”, a ver, dilo: ce-re-bro…
—Celebro…
Los tres reímos y charlamos y compartimos el maní, el tiempo, la alegría de las olas hasta que nos acabamos la botella de ron y el calor se hizo insoportable. El regreso a La Habana fue algo accidentado, dos veces se ponchó la llanta del auto de un amigo de mi guía. Llegué al hotel y al pedir la llave la recepcionista me dijo: “ay, por fin llegó usted, su esposa está muy angustiada por su ausencia”. Y me sentí mal, la estresante experiencia vivida el día anterior regresó como una pesadilla: D y yo íbamos cómodamente sentados en el bicitaxi. Le había ofrecido cargar su bolso, pesado porque llevaba artesanías y libros que habíamos comprado temprano. En una curva del malecón, el bicitaxi se detuvo justo en el momento en que una enorme ola se alzaba sobre el muro de piedra y caía sobre nosotros. Sentí el agua salada en el cuerpo pese a estar protegido por el toldo de la bicicleta y casi de inmediato, un jalón en mi brazo. A pesar de que me había enredado la correa de la bolsa sobre la muñeca y que apreté el puño, el ladrón logró arrancármela, desgarrándome la camisa, y se echó a correr. Rodolfo corrió tras él, pero no lo alcanzó. Y luego vino el desconsuelo…
Cuando abrí la puerta de la habitación, esa tarde del viernes 19 de julio de 1996, D y yo nos abrazamos y luego vimos el mar, tomamos helado en el Coppelia, conocimos el Floridita y la Bodeguita del Medio, comimos un delicioso chuletón gallego acompañado de boniato y congrí en un “paladar” (restaurante privado), pero, sobre todo, disfrutamos la hospitalidad y la alegría de los cubanos que conocimos, entendimos las carencias provocadas por el “período especial” de inicios de los noventa (la caída de la URSS y del enorme apoyo que daba a Cuba sumada al atroz bloqueo estadounidense). Cuatro años después regresaríamos D y yo, también viajaría solo a las Romerías de Mayo, impartiría talleres y conferencias en la Universidad de La Habana y la Universidad de Holguín y haría grandes amigos y amigas, de quienes conservo cartas, fotos y hermosos recuerdos. Y hoy, cuando mis posibilidades de viajar son muy escasas, cuando he perdido la vista de un ojo y “veo” cómo la de mi otro ojo se deteriora, me llega hondo en el corazón aquella frase de Marcel Proust: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos caminos sino en tener nuevos ojos”