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17 Julio 2025, Puebla, México.

La casa de la banqueta más alta / Ruty Amigón

Cultura /Sociedad | Crónica | 1.JUN.2025

La casa de la banqueta más alta / Ruty Amigón

Un relato de la viva en Chiautla de Tapia

A Gerardo, mi hijo y mi primer lector. A Ivon, Sara y Cristy también, por su  cariño a prueba de tormentas

Caminaba por esa angosta calle que ahora llaman 3 Sur, la que hace mucho identificábamos como: “la calle donde vive Chuy, la costurera” y que tantas veces recorrí durante mi infancia. La cara poniente de esa calle lucía, hasta hace muy poco, viejas casas de adobe y teja, con banquetas de más de un metro de altura, cuya escalinata permitía alcanzar la entrada. En cambio, para ingresar a las casas del lado oriente, había que descender un par de escalones. A tal solución obligó la fuerte pendiente del suelo de tepetate rojo del centro de Chiautla.

Mientras caminaba a muy temprana hora por esa calle, para reunirme con Acela, amiga y compañera de la secundaria, alguien o algo me susurró: “Mira”, supuse que había sido el viento o que lo imaginé, y seguí caminando. Pero casi de inmediato volví a escuchar: “mira”; obedecí y giré en derredor mío, miré con detenimiento, miré de nuevo. Fue cuando me percaté de que en donde hasta hace poco estaba aquella casona que ostentaba, orgullosa, la banqueta más alta de la calle donde vivía Chuy, la que mejor cosía en el pueblo, solo había un predio baldío, vacío de casa y de gente, pero con evidencias de una demolición reciente. Allá los montones de tierra roja que dejaron los derruidos adobes, más allá pedazos de teja y restos de carrizo. Y flotando todavía en el ambiente los sueños y penas de sus moradores.

Vino a mi entonces o quizá fui yo la que me trasladé, a esa tarde de hace casi medio siglo, cuando mataron a Armando Marín. El pueblo no es ya lo que era en aquel tiempo, ni en tamaño ni tampoco en número de vecinos. Tenía rato parada en la puerta de mi casa, y pude notar que la gente, que iba y venía de diferentes rumbos, de repente apresuró el paso y caminó en una sola dirección. Alcancé a escuchar que mi padre le dijo a mi madre: “Eufemia, hubo una desgracia, mataron a un muchacho”. Sin avisar, como muchas veces hice, me sume a esa corriente que ahora fluía en dirección poniente y sur. Atravesamos el pequeño jardín público, nuestro zócalo y a pocos metros llegamos a la esquina que forman el “palacio municipal”, en sí un conjunto de añejas edificaciones, con el inicio o final, como se quiera ver, de la calle 3 Sur.

Desde la esquina alcancé a ver que, frente a la casa de la banqueta más alta, había un grupo de gente que se amontonaba en derredor de algo. Supuse que era el difunto. Intenté llegar al centro del grupo, pero no lo conseguí. Los mirones se apretujaban codo con codo, en el intento de poder ver al caído. Decidí intentarlo desde la banqueta, en la que desde luego había muchos más, incluso en las gradas. No sé cómo, pero logré llegar hasta lo más alto. Tampoco vi mucho, los chismosos en derredor de Marín, que yacía sobre el suelo de tepetate rojo lo impedían. Solo alcancé a mirar unos pies morenos y cenizos, calzados con huaraches de cuero color naranja, parecidos a los que vendía mi papá en su tienda de abarrotes y otras cosas.

Armando Marín, un joven de unos 27 años, yacía boca abajo. No tuvo tiempo de ver qué matiz de azul lucía el cielo de su terruño, ese fatídico medio día de finales de mayo, ni quien le disparó, porque lo acribillaron por la espalda, mientras corría o mientras huía; dicen que lo ultimaron los estatales. Armando vestía unos pantalones de gabardina color beige ¿Se los haría don Timoteo, el sastre preferido de mi papá? ¿Se los hizo acaso don Domingo, el otro sastre del pueblo, por cierto, esposo de Chuy? Imposible que nos lo pueda decir.

Les aseguro que no vi más de lo que ya conté. Sin embargo, a partir de ese evento trágico se forjó cierta leyenda sobre mi persona: decían, mi familia y los vecinos, que en cuanto se sabía que habían matado a alguien, corría hasta el lugar del accidente, y después, por varias noches no podía dormir. Desde luego que no fue cierto. Aquella casa con la banqueta más alta de la calle donde Chuy, la mejor costurera del pueblo vivía y donde a pocos pasos de ella, su marido confeccionaba pantalones, ya no está más. La casa, testigo de la muerte de Armando Marín, ya no existe. Sin la casa, no pasará mucho tiempo para creer que soñé lo que acabo de narrarles, pues me persigue un monstruo que se alimenta de recuerdos y abandona en la niebla.

(Fotos tomadas de https://chiautla-puebla.blogspot.com/p/fotografias-antiguas.html)