diciembre 5, 2025, Puebla, México

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Epitafio: la conquista del hombre y del Popocatépetl / Moisés Ramos Rodríguez

Al Dr. José Miguel Ángel Torres Santana

 

Se sabe que Diego de Ordás fue el primero en traer a lo que hoy es México una piara de cerdos.

Participante en la guerra contra los mexicas, cuentan las crónicas que dejaba su piara —o sus piaras— al cuidado de los aliados indígenas.

Tal vez el cuidador de esos puercos era su sobrino, de idéntico nombre: Diego de Ordás, quien vivió en la Ciudad de los Ángeles, “la puebla.”

Una vez caída la Gran Tenochtitlán, Ordás se estableció como encomendero, al menos temporalmente en Huejotzingo, de donde se habría extendido la nueva costumbre: criar puercos.

Sin embargo, Ordás, quien aseguraba que no ambicionaba riquezas sino portar con dignidad el hábito de Santiago, es más recordado por haber sido quien subió al Popocatépetl, entró en su cráter y se hizo de azufre para producir pólvora.

Con ese hecho, Ordás logró fabricar uno de los mayores apoyos para la lucha contra los mexicas que, si bien todavía veían con temor los arcabuces, se enfrentaban a sus portadores a riesgo de perder la vida.

Tello Mañueco Baranda en su Diccionario del Nuevo Mundo. Todos los conquistadores, cita al explorador como Ordás—no como nosotros lo recordamos y aun lo escribimos, Ordaz—, e informa sobre él: “Su hermana Francisca, que lo acompañó en su aventura de México, se distinguió en los momentos más difíciles por ser una buena luchadora espada en mano.”

¿María Ordás se quedó con las piaras en Huejotzingo y siguió criando marranos?

Ordás era tartamudo—nos recuerda Bernal Díaz del Castillo—, pero quizás le distinguió más su tozudes: mientras pudo, exploró un mundo totalmente desconocido por sus contemporáneos españoles, e incluso para muchos nativos.

Hay quien afirma que buscó la mítica ciudad de El Dorado. Pero como Gaspar Pérez de Villagrá —el primer poeta y cronista nacido en la Ciudad de los Ángeles— y tantos otros buscadores, no se sabe dónde quedó su cuerpo al morir.

 

¿Tuviste una buena vida, suficientemente buena como para hacer una película?

 

Epitafio es una película mexicana del año 2015, dirigida por Yulene Olaizola y Rubén Imaz, protagonizada por tres españoles sin experiencia previa en actuación, y algunos mexicanos de Milpa Alta en la misma circunstancia.

En síntesis, el filme rescata el ascenso de Ordás al Popocatépetl en busca de azufre. Casi totalmente en blanco y negro, con una expresión minimalista, los directores, guionistas productores—y más— muestran a un español casi alucinado, pleno de fe.

En Sueños, su penúltima película, Akira Kurosawa retrata una historia que, obviamente, como lo indica el título, soñó: tres hombres luchan por sobrevivir en un lugar montañoso, nevado, con ventiscas y feroces vientos constantes.

Ahí, Kurosawa logró hacer hablar a la Naturaleza.

Olaizola e Imaz siguen por ese camino: el hombre enfrentado a la Naturaleza y a sí mismo, sin permitirse la duda siquiera, porque eso le disminuiría ante los indígenas —ya no todos—que aún creían, era algún tipo de dios.

Destaqué el hecho de que los directores eligieron a personas sin previa experiencia actoral, porque ello se nota, aunque, a veces, logran expresiones extraordinarias; sin embargo, su no actoral pasado contribuye a que los diálogos no sean claros y requieran subtítulos, lo mismo cuando hablan los españoles que los nahuas.

Las escenas fueron filmadas en el Popocatépetl, por ejemplo, muy cerca de los arenales, rumbo al cráter, donde se acaba el bosque de coníferas; y en el Citlaltépetl, donde la nieve es más constante que en el volcán poblano-tlaxcalteca-mexica-morelense.       

La lucha representada en la pantalla, entonces, es doble: contra sí mismo y contra una Naturaleza inapiadable.

Sabemos, 506 años después, que Ordás logró su cometido e, incluso después de él —nos dejó escrito Bernal Díaz —muchos españoles, e incluso frailes franciscanos escalaron también el volcán.

Es 1519, y muchísimos años después Díaz del Castillo recuerda: “…el volcán que está cabe Guaxocingo (sic), echaba en aquella sazón en Tlaxcala mucho fuego, más que otras veces solía echar, de lo cual nuestro capitán Cortés y todos nosotros, como no habíamos visto tal, nos admiramos de ello; y un capitán de los nuestros que se decía Diego de Ordaz, tomóle codicia de ir a ver qué cosa era.”

Por lo anterior, Ordás pidió licencia a Cortés, quien, afirma el cronista, no sólo se la dio, sino le mandó ir a explorar con dos soldados, guiados por “indios principales” huejotzincas quienes, según el español, le decían a Ordás que sólo llegarían hasta donde tenían un adoratorio, los “cúes de ídolos” que llamaban, según él, “teúles” del Popocatépetl.

“No podían sufrir el temblor de la tierra y llamas y piedras y ceniza que de él sale”, según Del Castillo. Así, los huejotzincas quedaron donde sus altares, y Ordás y sus dos compañeros siguieron y, al subir “comenzó el volcán a echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas, y mucha ceniza, y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán.”

Ante el movimiento provocado por el Popocatépetl, Ordás y compañía se inmovilizaron por una hora, y una vez que estuvo todo en calma, siguieron adelante y “subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha”, de un cuarto de legua.

Desde ahí vieron la Gran Tenochtitlán y los lagos que la circundaban.

Entonces, Ordás y sus compañeros regresaron a Huejotzingo, donde los habitantes del lugar, y los de Tlaxcala, “se lo tuvieron a mucho atrevimiento” el haber subido al Popocatépetl —afirma Bernal Díaz—, y Cortés y demás soldados, incluido el escritor, estaban “admirados”.

Así, cuando regresó a España, Ordás solicitó al rey que, en su escudo de armas estuviera el volcán, como le fue concedido, emblema que conservó su sobrino, del mismo nombre y apellido, Diego de Ordás, quien vivía “en la Puebla”, en la Ciudad de los Ángeles, precisó Del Castillo.

Después de aquel 1519, el volcán no tuvo tanta actividad, refiere el español en su crónica, hasta 1539, veinte años después cuando “echó muy grandes llamas y piedra y ceniza.”

 

Un hombre en busca de…

 

 

Tello Mañueco Baranda, en su citado Diccionario…, escribe sobre Ordás: nació en Castroverde de Campos, Zamora, España, hacia 1480; llegó a lo que hoy es América en la expedición de Ojeda y Juan de la Fuente; participó en la invasión a lo que hoy es Cuba y, en 1518 se adhirió a la expedición de Grijalva.

Partidario de Velázquez—seguimos a Mañueco—, capitaneó una de las naves de Cortés rumbo al continente; en Veracruz fue condenado a muerte por incitar a la rebelión, pues estaba a favor de volver a Cuba. Fue esa la primera de varias ocasiones en las que Cortés supo aprovecharlo: lo compró con oro, asegura Bernal Díaz.

Participante en la batalla de Centla como capitán, no se le dio tal cargo en la lucha en Ulúa, por lo que nuevamente se enfrentó a Cortés.

Ordás —agrega Tello Mañueco— participó en la lucha para derrocar a Moctezuma y, afirma, habría sido quien propuso hacer prisionero al tlatoani, aunque no comenta si fue el de Castroverde quien aconsejó asesinarlo.

En la hoy llamada Noche de la victoria, cuando en la Gran Tenochtitlán fueron derrotados los invasores, Ordás quedó muy maltrecho, y perdió un dedo —seguimos a Mañueco—. Fue “uno de los más opulentos” conquistadores: fue a España con presentes para el emperador, defendió a Cortés y éste le compensó, al volver, con grandes riquezas.

Así, la película Epitafio inicia con esta información:

“En 1519, antes de entrar a la capital del imperio azteca (sic) México—Tenochtitlán, el conquistador español Hernán Cortés envía una expedición al volcán Popocatépetl, de más de 5400 metros de altura.

El capitán Diego de Ordaz (sic) y dos soldados, son guiados hasta las faldas del volcán por un grupo de indígenas tlaxcaltecas del pueblo de Huejotzingo (sic).

Es una misión estratégica para los intereses del ejército conquistador.”

Los huejotzincas, nos recuerda el historiador Baltazar Brito Guadarrama, fueron de gran ayuda para los españoles, incluso, a veces, más que los tlaxcaltecas, a quienes estaban sometidos, y con quienes “colaboraban.”

Es por ello que fueron los tecuhtli huejotzincas quienes guiaron a Ordás y a sus dos compañeros; para desgracia de sus descendientes, los apoyadores de los españoles, al contrario de los tlaxcaltecas —seguimos a Brito Guadarrama— como altépetl (ciudad-estado) no hicieron valer su papel de conquistadores, ni obtuvieron privilegios, como los de Tlaxcala.

Si bien los de Huejotzingo participaron en algunas expediciones de sometimiento a otros pueblos de lo que ahora es México, sus descendientes no ganaron algo por ello.

Baltazar Brito recuerda que Tlaxcala obtuvo título de ciudad en 1535, y Huejotzingo hasta 21 años después; los tlaxcaltecass no pagaron tributo y los huejotzincas sí, sometidos de tal forma que entregaron parte de sus tierras a la Ciudad de los Ángeles.          

En Epitafio, Xavier Coronado es Diego de Ordás; Martín Román un ficticio “Gonzalo”, y Carlos Triviño, representa a “Pedro”. Los hacedores de la película han elegido esos nombres para subsanar el hecho de que nadie menciona, en los documentos existentes, cómo se llamaban los acompañantes de Ordás al escalar el Popocatépetl.

En el filme mexicano, Roque Galicia Cervantes es el “Viejo jefe de Huejotzingo”; Osvaldo Galicia Calderón, “hijo del jefe”, y participan un guerrero, dos chamanes y dos cargadores.

El guion es de los directores —han dicho— “inspirado” en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Díaz del Castillo, las cartas del propio Ordás, y de las de Relación de Cortés, sobre una idea original de Rubén Imaz.

La fotografía fue hecha por Emiliano Fernández (alpinista profesional, llamado El chamán), con resultados más allá del preciosismo, de la postal turística, muy a lo Kurosawa, insisto, en sus Sueños.

La música de la película, que no llega a ser invasiva o distractora, es de Pascual Reyes (líder de San Pascualito Rey) y de Alejandro Otaola (con las voces de Iraida Noriega y Juan Pablo Villa). La edición es de Yulene Olaizola, la posproducción de ella y de Imaz, y de Gustavo Bellón.

 

En las búsquedas y encuentros, nada es casual

 

 

Yulene Olaizola nació en la Ciudad de México el 13 de junio de 1963; Rubén Imaz lo hizo en la misma gran Tenochtitlán, en septiembre de 1979; ambos estudiaron en el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC).

No se requiere ser lingüista para pensar que los directores son descendientes, al menos de tercera o segunda generación, de españoles. Ello es importante porque nos pone frente a razones poderosas para hacer una película como Epitafio.

El escritor español Arturo Pérez-Reverte, al comentar el “fascinante” libro de Bernal Díaz, ha escrito:

“…El retrato minucioso de aquellos hombres increíbles que se abrieron paso por una tierra desconocida y hostil, haciéndola propia a arcabuzazos y cuchilladas, no es sólo una historia española, sino también, y sobre todo, una historia mexicana. Cuando el autor cuenta que tras la toma de Tenochtitlán se hizo el recuento de las mujeres indias que iban con los conquistadores, añade que «algunas de ellas estaban ya preñadas»: para mal y para bien, los primeros nuevos mexicanos estaban a punto de nacer.”         

Por ello, controversias aparte—o, sin duda, adjuntas— ha opinado el escritor sobre el tema y también ha escrito:

“…A menudo aquellos aventureros valerosos y crueles se asesinaron entre ellos o acabaron ahorcados por los reyes a los que servían, o por los funcionarios reales, leguleyos y otros mangantes que, pasados los riesgos de la conquista, cayeron sobre los nuevos territorios con la voracidad de una plaga de langosta. Y es cierto: los españoles llevaron matanzas, saqueos y enfermedades a un continente donde (todo hay que decirlo) antes de que llegaran ellos los pueblos indígenas ya se mataban, esclavizaban e incluso devoraban entre sí (la milonga de una América idílica precolonial no te la tragas ni harto de vino).”

De ese “retrato minucioso”, Imaz y Olaizola han hecho un acercamiento a Ordás.

Es curioso que, en la página www.diccionariodedirectoresdelcinemexicano.com, se afirma que “La cinta remarca el claro afán de dominación, crueldad y absurdo de la religión” —con lo cual estamos de acuerdo en parte, pues va más allá, es más compleja— e informa sobre los actores de Epitafio:

“Xabier Coronado (Ordás), una especie de hippie que tenía más de 20 años viviendo solo en las montañas de Oaxaca; Carlos Trivio, un mecánico de Mallorca que jamás había estado frente a una cámara, y Martín Román, un guionista de Valencia.”

La veracidad que llegan a alcanzar en sus actuaciones, tiene que ver con el hecho de que comparten con los personajes históricos la duda: “¿Qué putas hago aquí…?”; y más: “Vengo a traer la palabra de Dios a estos indios…”

Por ello, una de las mejores escenas —por la fotografía también— es donde inicia el final: Ordás, o más bien Coronado está alucinado, convencido de que su fe es la verdadera, y él es protegido por su Dios.

Onírica, la parte casi culminante del filme, con el discurso del atrevido escalador-ermitaño, da cuenta de uno de los intereses centrales de la cinta.

 

 

Para 1530, once años después de su hazaña en el Popocatépetl, Ordás ya había conseguido que le permitieran conquistar parte de lo que hoy es Venezuela, donde fundó, en 1531 San Miguel de Paria—nos recuerda Tello Mañueco Baranda, en su citado Diccionario…—. Fue el primer europeo en remontar el Orinoco: sus huestes estaban casi acabadas, diezmadas y, al no encontrar tierras fértiles, decidió buscar el ahora famoso El Dorado que, por supuesto no encontró.

En la actual Venezuela —seguimos a Mañueco—, todo fue contrariedad para Ordás, a tal grado que, de los 500 hombres que había llevado consigo, en 1532 sobrevivían 150 que, hambrientos, fueron acogidos por dos colonias españolas, pero a él se le rechazó, de tal forma que decidió regresar a España.

En el barco en que retornaba a la península, murió, posiblemente envenenado por su enemigo, Pero Ortiz, escribe Tello Mañueco.

En la película Epitafio se afirma que su cuerpo fue arrojado al mar.

“El capitán Diego de Ordaz notificó a Hernán Cortés sobre el azufre que encontró cerca del cráter.

El hallazgo fue crucial para abastecer de pólvora al ejército conquistador y destruir la gran México-Tenochtitlán.

Diego de Ordaz murió doce años más tarde cerca de la península de Paria, Venezuela, después de descubrir y explorar el río Orinoco en busca de la mítica ciudad de El Dorado.

Viajaba en un barco de regreso a España.

Su cuerpo fue arrojado al mar.” Tal se lee al final de la cinta.    

 

Tecuhtli huejotzinca

 

Los huejotzincas “principales” que acompañan a Ordás en Epitafio son “habitantes de Santa Ana Tlacontenco, Milpa Alta” alcaldía de la Ciudad de México.

El grado de verosimilitud del hombre que encarna al viejo “principal” llega cuando ha hecho un discurso, y la cámara, tal vez sin intención, lo capta como preguntando “¿Me entienden…?”

La pregunta tiene triple destinatario: está hecha dentro de la ficción, a los directores, y, por supuesto, al espectador. Al ser el náhuatl su idioma materno, no se rompe el encanto de la ficción.

Pero hay más: el hecho de que sean nahuas los actores es un acierto: los huejotzincas, muy cerca de la invasión española, habían sido derrotados por los tlaxcaltecas, por lo que muchas de sus familias nobles se refugiaron en la Gran Tenochtitlán.

Pero, en algún momento —por diversas razones— nos recuerda Brito Guadarrama que los nobles huejotzincas, con sus familias completas fueron asesinados por los mexicas. Una versión indica que los propios señores habrían matado a sus esposas y a sus hijos por ser estos nacidos en Tenochtitlán.

Así, cuando los españoles iban rumbo a México-Tenochtitlán —por un lugar que Ordás soñó se llamaría Paso de Ordás, y no de Cortés— los hujotzincas, aliados por necesidad a los tlaxcaltecas años antes, iban (diez mil) apoyando a los españoles.

Mas, hemos anotado antes, de poco valió su alianza con los españoles, los tlaxcaltecas y otras naciones del ahora México para atacar y derrocar a los mexicas.

Brito Guadarrama indica: 

“En términos generales […] puedo decir que Huejotzingo, después de haber prestado una ayuda militar preponderante en la conquista, nunca se asumió como conquistador. Además, a diferencia de Tlaxcala, las clases dirigentes huejotzincas negociaron únicamente para salvaguardar sus intereses y no los del señorío, olvidándose de que, junto con sus gobernados constituyeron en la antigüedad un poderoso huey altépetl sumamente respetado por otros pueblos indígenas.” 

Y concluye: “…la falta de visión referida acarreó sus consecuencias hasta la actualidad. Tlaxcala es ahora una entidad federativa de la república mexicana, en tanto que Huejotzingo es un pintoresco municipio enclavado en el Estado de Puebla que actualmente busca y escudriña constantemente en la grandeza de su pasado para fincar su futuro. El gran señorío de Huejotzingo es, pues, el otro conquistador: el olvidado.”

Diego de Ordás vistió el hábito de Santiago; no hay una tumba donde descanses sus huesos —quién sabe si su alma—; existe por lo menos algunos retratos suyos, donde se le ve la cara alargada, sobre todo por la barba, y la frente amplia, los ojos hundidos y las orejas pequeñas. En sus ojos de mirada dispar —al menos en una de sus imágenes— no se ve, a simple vista, alucinación, ambición o desvarío.

De los antiguos huejotzincas, de los descendientes —nietos— de los conquistadores que derrotaron a los mexicas, y capitanearon a más de diez mil, se conservan algunos nombres:

Nelpilonitzin, su caudillo principal; Tozqueconyotzin, Xicoténcatl, Mecalcatl, Quauhtonatiuhtzin,Tehuatecuhtli, Chichimecateuhtli…

No eran temerosos, supersticiosos, como pretende Díaz del Castillo; no fueron amedrentados, no huyeron: auxiliaron a los españoles en su derrota en Tenochtitlan: “No los dejamos atrás…” está escrito.

Ordás, por su parte, tendrá por siempre al Popocatépetl en su escudo de armas, en su blasón. Olaizola e Imaz, nos han llevado al enfrentamiento de Ordás consigo mismo y con la Naturaleza.

Y a 506 años, el volcán, el cerro que humea, no es invadido por quienes lo respetan como la gran montaña, el poderoso espíritu que es. Lo reverencian, le dejan ofrendas de agradecimiento ahí, donde respetuosamente se detuvieron los huejotzincas para no invadirlo, para no perturbarlo.          

No fue miedo: fue respeto el que detuvo a los tecuhtli huejotzincas para no molestar al enorme guardián del valle mexicano, del que depende, por su actividad de lluvia y de ceniza, la vida.

 

(La película Epitafio puede ser vista en https://www.youtube.com/watch?v=Cj2jOpdYQB0.)