diciembre 5, 2025, Puebla, México

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Coleccionista de tormentas / Misael Sánchez

No escribía. Pintaba con palabras. Y no lo hacía por vocación, sino por necesidad. Porque el mundo, tal como lo entendía, no podía ser explicado con cifras ni titulares. Había que contarlo. Con ritmo. Con rabia. Con ternura. Con la voz de quien ha visto demasiado y aún no se cansa.
El narrador no era periodista. Ni escritor. Era un coleccionista de pasajes. De escenas que se le pegaban al cuerpo como polvo en los zapatos. Las guardaba en la memoria como quien guarda clavos en una caja de madera: para cuando se ofrezca. Porque toda historia, tarde o temprano, necesita un clavo. O una herida.
Tenía cuadernos. Muchos. Algunos escritos con letra temblorosa, otros con trazos de insomnio. En ellos anotaba frases que escuchaba en la calle, olores que lo perseguían, gestos que lo inquietaban. No era normal. Lo sabía. Pero tampoco quería serlo. Porque la normalidad no sirve para narrar. Sirve para obedecer.
El proceso creativo no era un camino. Era un campo minado. Cada paso podía ser una revelación o una explosión. Y él caminaba con los ojos abiertos, pero con el alma en vilo. A veces escribía como quien se desangra. Otras, como quien se esconde. Pero siempre escribía como quien pinta. Con capas. Con sombras. Con luz.
Decía que el ensayo era como un mural. Se empieza con una idea, pero se termina con una batalla. Porque cada párrafo es una disputa entre lo que se quiere decir y lo que se puede decir. Y cada frase es una trinchera. El cronista, entonces, no es un testigo. Es un soldado. Y a veces, un desertor.
Tenía manías. Paranoias. Hipocondrías. Se lavaba las manos antes de escribir. Se ponía la misma camisa para cada texto largo. No leía lo que escribía hasta pasados tres días. Decía que la escritura era como el vino: si se prueba antes de tiempo, se arruina. Y si se deja demasiado, se pudre.
Vivía rodeado de herramientas. Libros, grabadoras, mapas, recortes, fotografías, voces. Todo era útil. Todo era sospechoso. Porque el narrador no confiaba en la realidad. La realidad miente. La memoria corrige. Y la narrativa revela.
A veces soñaba con escenas que no había vivido. Una mujer llorando en un tren. Un niño vendiendo chicles en una frontera. Un anciano que escribe cartas a su esposa muerta. No sabía si eran recuerdos o invenciones. Pero las anotaba igual. Porque la verdad, en narrativa, no siempre es lo importante. Lo importante es que duela.
Decía que escribir era como pintar con los dedos. Sin pincel. Sin guantes. Con la piel. Porque el texto no se construye con técnica. Se construye con carne. Y la carne, cuando se expone, sangra.
Leía ensayos como quien lee cartas de amor. Con respeto. Con sospecha. Con deseo. Y los escribía como quien escribe un testamento. Porque cada texto era una despedida. De una idea. De una época. De una versión de sí mismo.
No tenía fe en los géneros. Los mezclaba. Los traicionaba. El ensayo se volvía crónica. La crónica se volvía novela. La novela se volvía confesión. Y la confesión, a veces, se volvía mentira. Pero una mentira útil. Una mentira que revela más que mil verdades.
El narrador no buscaba lectores. Buscaba cómplices. Gente que entendiera que el mundo no cabe en un tuit. Que la vida no se explica con estadísticas. Que el dolor necesita contexto. Y que el contexto necesita estilo.
A veces se encerraba por semanas. No hablaba. No comía bien. No dormía. Pero escribía. Como quien se exorciza. Como quien se salva. Como quien se condena.
Y cuando salía, salía distinto. Más flaco. Más viejo. Más lúcido. Porque cada texto le quitaba algo. Pero también le daba algo. Una frase. Una imagen. Una certeza. Una duda.
El narrador que coleccionaba tormentas no era un héroe. Era un artesano. Un alquimista. Un loco. Un testigo. Un farsante. Un espejo. Y, sobre todo, un pintor. Que, en vez de óleo, usaba palabras. Y en vez de lienzo, usaba el mundo.
Y así, entre pasajes guardados, herramientas dispersas y tormentas prestadas, escribía. Para que otros pudieran leer en voz alta lo que él solo se atrevía a susurrar.
Redacción de Misael Sánchez / Reportero de Agencia Oaxaca Mx
Fragmento de “Yo, tú, él y sus cuentos”