
Koba el Temible / Héctor Aguilar Camín

Día con día
Tenía razón Koba (Stalin): Un asesinato es una tragedia. Un millón de asesinatos son sólo una estadística.
Las grandes cifras no sirven para describir la intimidad inhumana del terror, la frialdad de sus creadores y sus ejecutores, el horror de sus métodos, su sistemático desbordamiento de la más macabra imaginación.
“Quizás hay una buena excusa para haberse creído el cuento de Stalin”, dice Martin Amis, como se lo creyó la inteligencia europea: “La historia real, la verdadera, es totalmente increíble” (Koba el temible, Anagrama/Koba the Dread, Vintage, 2002).
La verdad del terror sólo sube hasta nosotros en los detalles, en la recreación de Solshenitzin del Gulag o de Varlam Shalamov del campo ártico de Kolyma.
Desde luego, también, en la buena historia: de Robert Conquet, sobre el “Gran Terror”, a Anne Applebaumm sobre el Gulag o la hambruna ucraniana.
Más que leer, he subrayado estos días Koba el Temible, el gran tour de force personal del recién fallecido Martin Amis para ajustar sus cuentas personales con el gran hoyo de la tolerancia occidental a los horrores soviéticos, acaso a cuenta del heroísmo de sus soldados en la II Guerra.
Bien visto y bien sentido, sugiere Amis, el terror comunista fue peor que el nazi, y algo está mal en nuestra memoria:
“Todo mundo sabe de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe de Vorkuta y Solovetsky.
“Todo mundo sabe de Himmler y Eichmann. Nadie, de Yeshov y Dzernishinsky.
“Todo mundo sabe de los 6 millones del Holocausto. Nadie, de los 6 millones de la hambruna ucraniana”.
Entre 1945 y 1966, escribe Solshenitzin, “fueron juzgados y condenados ochenta y seis mil criminales nazis en Alemania Occidental… Durante el mismo periodo, en la URSS, de acuerdo con los informes del Colegio de la Suprema Corte Militar, se juzgó sólo a diez”.
“En los 1980s”, sigue Amis, “Molotov y Kaganov, dos Eichmann viejecitos, vivían de su pensión del Estado en Moscú”.
Eran dos excepciones. Porque, resume Amis: “Stalin mató a todos los que hubieran conocido a Trotsky. Pero estaba matando también a todos los que hubieran conocido a Stalin –conocido, o visto o respirado el mismo aire”.
No quería testigos. Sabía bien quién era.
Hipocresía y terror
Recuerda Martin Amis, en su Koba el Temible, las definiciones sobre la necesidad del terror de Lenin y Trotski, que acabaron configurando el principio activo del comunismo soviético, de la era de Stalin en particular.
En mayo de 1922, cuando se preparaba el juicio a los mencheviques, sus compañeros de viaje, Lenin envió al Camarada Kurkski, Comisario de Justicia del Pueblo, un párrafo que debía introducir al código penal sobre “la esencia y la justificación del terror, su necesidad y sus límites”.
Lenin pedía una definición del terror “tan amplia como fuera posible”, ya que “sólo la rectitud y la conciencia revolucionarias podían definir las condiciones para aplicarla en la práctica”.
En otra comunicación al Camarada Kurski, Lenin dejaba claro en qué estaba pensando: “En mi opinión, debemos extender el uso de ejecuciones sumarias (o exilio) a todas las actividades de los mencheviques. Debemos encontrar una formulación que conecte estas actividades con la burguesía internacional”.
Trotski, que había sido menchevique, había pensado también en esto. “El terror”, escribió, “es un poderoso instrumento de la política, y habría que ser un hipócrita para no entender esto”.
Trotski se había definido también, desde un punto de vista filosófico, en esta materia: “Debemos deshacernos de la cháchara cuáquero-papista sobre la santidad de la vida humana”.
Stalin se deshizo de esa cháchara, y de Trotski y de los trotskistas, y de millones de prisioneros que invariablemente se preguntaban “por qué” los habían llevado y los mantenían en el Gulag.
No sabían de qué los acusaban. Nunca lo supieron. Era el ejercicio del terror sin hipocresía.
Las definiciones fundacionales del bolchevismo contra la hipocresía en el uso del terror, a favor del terror sin hipocresías, acabaron resumidas en dos frases favoritas de Stalin, que Amis recoge.
Una es: “La muerte resuelve problemas: No hay hombre. No hay problema”. Con una variante más cartesiana: “Si hay un hombre, hay un problema. Si no hay hombre, no hay problema”.
La otra frase es una instrucción para interrogadores. Dice: “Pega, pega y pega otra vez”. Tiene una variante más rítmica: “Pega, pega y, otra vez, pega”.
Quizá es mejor la primera.