El primer coche propio que tuve fue un Datsun modelo 1972, anaranjado; mi papá pagó el enganche y yo las letras que firmamos en una agencia Chevrolet, porque era un coche usado.
Ese coche me lo robaron cuando lo dejé 10 minutos estacionado en la 23 Sur, casi esquina con la avenida Juárez, una tarde en que me bajé a comprar cigarros -fumar no deja nada bueno- después de recoger dos pantalones en la sastrería Tovar, que estaba en la 19 sur. En la cajuela del coche robado se fueron mis pantalones de casimir inglés -del que vendían unos parientes míos en Santa Ana Chiautempan- sin estrenar.
Poco después de este golpe devastador, en 1973 me fui a estudiar a Inglaterra un año escolar, así que no volví a necesitar coche en ese tiempo.
Cuando regresé a México, mi papá trabajaba en una institución de gobierno que tenía su campo de acción en Tabasco y Chiapas, pero él estaba a cargo de las adquisiciones, que se hacían en el entonces Distrito Federal, la ciudad de México de siempre.
En ese tiempo había comprado una cantidad de camiones, camionetas y coches a una agencia Chrysler, que ganó la licitación correspondiente; el dueño de esa empresa, Don Leopoldo, quedó muy sorprendido cuando mi papá no le pidió nada por adjudicarle el pedido e hicieron buena amistad desde entonces.
He de decir que hombres íntegros, hoy de moda en el discurso del gobierno, siempre ha habido, y mi papá lo era. En tres años en ese trabajo no hizo la fortuna que pudo haber bastado para que sus hijos fuéramos potentados y a mí personalmente me heredó sólo algunas deudas que pagué en su momento. Lo que sí hizo fue buenos amigos que le duraron hasta que dejó este mundo, como Don Joaquín, que fabricaba y vendía tubería y las llamadas piezas especiales de fierro fundido, Don Antonio y su hijo Enrique, que vendían bombas de las que impulsan el agua y otros muchos.
Pero les iba a contar del Mónaco verde.
Un día fui con mi papá a ver a Don Leopoldo con la intención de comprar un coche para mí, usado o nuevo, según se pudieran pactar las condiciones de pago.
El hombre le dijo a mi papá: “llega en buen momento, Don Juan, acabo de recuperar este coche que me compró a plazos un piloto aviador que nunca pagó sus letras, lléveselo”.
Mi papá le dijo que el coche que buscaba era para mí y que aquel vehículo era demasiado; mientras oía su conversación, yo me encomendaba a todos los Santos y los Profetas -Don Leopoldo era judío- para que hicieran trato.
Resultó que los abogados de la agencia habían logrado recoger el coche pero no la factura y el tarjetón, un documento indispensable para cualquier trámite en aquel momento, sacar las placas de coche, por ejemplo. Mientras no recuperaran esos papeles el coche se quedaría guardado -deteriorándose, me atreví a comentar- sin poder usarse.
“Usted puede sacar un permiso de circulación mientras le doy la factura y me paga el coche entonces”, dijo aquel buen hombre -yo creo que Isaías o Jeremías me escucharon- y mi papá aceptó el trato -aquí no tengo duda, fue San Francisco de Asís, su Santo favorito, el que escuchó mi ruego.
Así llegó a mis manos el Mónaco verde, dos puertas, con capacete plastificado negro, modelo 1972, ocho cilindros, automático, con aire acondicionado que además tenía un motor ‘tocado’ por el aviador sinvergüenza, cosa que yo descubrí de inmediato y mi papá nunca, sólo decía: “que potente es este coche”.
En los casi cinco años que lo disfruté, el auto nunca tuvo placas. Ni la agencia nos entregó los papeles ni nosotros pagamos su costo, hasta que lo devolvimos. Con ‘Permiso provisional para circular’ anduve todo el tiempo sin mayor problema; eran otros tiempos.
En ese coche inolvidable me trasladaba a la universidad, estrenando la recta a Cholula con la aguja del velocímetro rebotando en la marca de los doscientos kilómetros por hora, porque el motor estaba modificado pero el tablero no, así que nunca supe cual era la velocidad tope que alcanzaba. Desde luego, no recomiendo a nadie que exceda la velocidad permitida, es un riesgo para el que conduce y para otros y debo arrepentirme de esa irresponsabilidad.
En ese coche viajé por los caminos del norte/noreste del país, aprendiendo a trabajar ,y en él conocí muy bien aquella ciudad de México a la que me fui a vivir siguiendo los caminos del amor.
Alguna vez leí que el gran José Alfredo Jiménez compuso el famoso Corrido del Caballo Blanco después de un viaje que hizo en su automóvil, de ese color, de Guadalajara a la frontera norte. No hay caballos verdes, pero mi Mónaco fue un compañero equivalente al caballo del revolucionario aventurero que hubiera querido ser.
El viaje en que me acompañó mi Mónaco inició en la universidad y acabó en el altar cuando me casé, muy joven, tanto que de luna de miel fui a Disneylandia; no lo recomiendo.
Hoy recuerdo con nostalgia aquellos tiempos felices, aquel coche maravilloso y aquella despreocupada juventud, ya muy lejana.