Son las 6 de la mañana en La Candelaria, el barrio histórico de Bogotá. Llovió toda la noche y amanece fresco, con una lluvia ligera que menosprecio y que, a los 10 minutos, me obliga a abrir el fastidioso paraguas.

Estoy en la calle 10 con la carrera 3, me ubico. Casi no necesito mapas ni direcciones; cuando vienes de una ciudad también cartesiana como Puebla, perderse es muy difícil. Carreras de sur a norte, calles de oriente a poniente, Monserrate y las montañas como faro guía. Basta con ver la numeración de una casa y caminar a la esquina para reencontrarse: 3-84, 10-18, 86A-14, 9-18. Encuentro estos números en casi todas las casas. Calles que también tuvieron otros nombres: “Calle del Camarín del Carmen”, “Primera Calle Real del Comercio”, “Calle del Divorcio”, “Calle de Santa Clara”, “Calle de la Agonía”.

Cambian las banderas, pero no cambian los colores. Camino y el paisaje me resulta familiar. Muchas calles de La Candelaria, estoy seguro que ya las visité en Puebla, en Veracruz, en Guanajuato. Puertas de madera, balcones, piedra, tejas, grafitis, casas rejuvenecidas con letreros de metal, con sombrillas y cristales para recibir turistas. Algunas son estrechas, algunas tienen jardineras, algunas tienen edifición y otras, lajas. Ninguna calle se parece entre sí, pero todas se parecen a Latinoamérica. También hay calles con propósito: está la de las joyerías, la de los artículos militares, la de los talleres de motos, la de los celulares. El comercio no sabe de identidades ni fronteras.

Camino por la casa que alguna vez fuera el bar Barbarie, de Héctor Buitrago y Andrea Echeverri. —Dorado, plateado, rosado, jaspeado, aterciopelado—. En esta parte de la ciudad me resuena su disco: El Dorado. Continúo caminando.
Los turistas se levantan tarde, por eso a esta hora sólo encuentras a gente que trabaja o hace algo más importante que ver las casas y tomarles fotos, como yo. Escucho los disonantes chillidos de flautas de plástico desde la ventana de un colegio. No puedo ver su interior, hay muchas rejas, muchas puertas y vidrios esmerilados. Lo confundo con una prisión: es la parte posterior del Colegio Salesiano León XIII. Lo rodeo y llego a su imponente fachada neoclásica. Un hermoso edificio de puertas cerradas. Con la inercia del internado: adentro, movimiento; afuera, nada; afuera, nadie. Sólo puertas de hierro.

Camino. Más fachadas coloridas, banderas colombianas por todos lados. Estoy en la calle 11, los puestos comienzan a colocarse: ambulantes que van a vender de todo al turismo, gente que vende aromáticas con enormes ollas tipo tamaleras, como Rosalía, que más tarde, en otro momento, me explicaría mucho de lo que ignoro. Llego al Centro Cultural Gabriel García Márquez, a su librería del Fondo de Cultura Económica, a su placa de la SEP, a sus banderas mexicanas. Me siento en una embajada popular. Al paisaje se suman las llamas lanudas: unas con sombreros, otras con banderas, y todas acarreadas por algún sujeto que te ofrece una foto con los animalitos, por cinco mil pesos.



Es muy fácil distinguirse foráneo, y todos ahí son expertos en su detección. Por esas calles sólo caminan burócratas con gafetes y personas que van a hacer un trámite y no se detienen a nada, y no miran nada. Los foráneos vemos todo y tomamos una foto; parecemos perdidos sin estarlo. Un joven me identifica como mexicano en tres palabras. —No es difícil, digo “órale” todo el tiempo—. Me nombra diez ciudades mexicanas, me asegura que ha vivido ahí, que las conoce, que estudia ahí. Me quiere vender un sombrero, me acepta pesos mexicanos, dice que soy su amigo, me acompaña en mi camino, no deja de insistir, hasta que otro llega y me ofrece café. En toda la calle me revelan como el primer turista, la primera venta, la primera presa.

Escapo. Al fin llego a la Plaza de Bolívar. Me impone. Me recuerda a lo que sentí de adolescente al subir las escaleras del Metro Zócalo en Ciudad de México y revelarte ahí, pequeñito. El Capitolio, el Palacio de Justicia, la Alcaldía de Bogotá, la Catedral, el Congreso, son las barreras de piedra clara que rodean y dan magnitud al lugar. Al centro, solitaria, la estatua de Simón Bolívar. En su piso y en su base carga con los reclamos justos de su pueblo, de sus mujeres. Escucho a un turista español molesto por un grafiti, quiere la foto perfecta. Yo creo que debe buscarla en internet, porque las ciudades, cuando viven y cuando hablan sinceramente, usan pintura, y gises, y pañoletas.

“Colombianos, las armas os han dado independencia, las leyes os darán libertad”, se lee si uno mira al norte, se entiende si uno mira al pasado. Se ignora si uno mira el presente.
Y quiero seguir el camino del héroe y meterme más allá. No me dejan. Me lo impide la Guardia Presidencial, que junto a la policía rodea varias manzanas. Hay rejas por todos lados. Rodeo. Es imposible. Veo a lo lejos la Casa de Nariño, el Capitolio, el Jardín de Núñez. Este último tiene acceso en cierto horario, en ciertas condiciones. Parece que lleva así muchos años, es parte de una política gubernamental heredada desde hace décadas. También parece que quitar las rejas fue una promesa de campaña de Gustavo Petro que aún no se cumple. La gente reclama que las rejas son la forma más grosera de separar al gobierno de su pueblo.






El reloj del viejo edificio del clásico periódico El Tiempo, marca las 3:05, funciona, por instinto me acerco. LOS MEDIOS MIENTEN, acusa un pegote fijado firmemente en la fachada de la construcción. saludo al guardia de la entrada, me cuenta que la redacción y el personal hoy están en otro edificio, que este hoy alberga a una universidad. digno presente para una actividad que a veces parece perder su compromiso con la educación.

Sigo mi camino, y como ya fui revelado como turista, hago lo propio: me meto al Museo Botero, al de la Moneda, al de la Esmeralda. Me hago amigo de César y de su esposa. Es vendedor de souvenirs cerca de la Catedral. Es muy joven, es muy amable, y nunca trató de embaucarme. Se gana la vida con su esposa. Mientras hablamos, él hace algo y ella lo regaña, y reímos porque el regaño marital es universal.

Intento platicar con Andrés Nicolás, el chofer del Uber que trajo a esta parte de la ciudad. Es mucho muy joven, es de esta generación que no necesita hablar con nadie, que mira al frente y a las pantallas, que contesta lo necesario, siempre amable, pero lo necesario. Y que no se esfuerza por enseñarme su ciudad ni por resumirla, algo que es más mexicano, más poblano.
Pasamos por los tumultos del mirador del cerro de Monserrate. Lo veo a la distancia: mucha gente, muchos turistas, muchos soldados. Distingo a uno. En su espalda, en su uniforme verde, un letrero lo señala como PERIODISTA. Carga tripiés y equipo fotográfico. Y pienso en los manifiestos, en las deontologías, en que el poder —incluso el militar— y el periodismo son incompatibles. Quizá en México al menos somos más honestos. Los uniformes dicen “Comunicación Social”.
Sigo mi camino, sigo escuchando la ciudad, y pienso en todas las circunstancias que me trajeron aquí. Pienso en los datos, los algoritmos y en la inteligencia artificial, en la nueva relación de las personas con las noticias. Y pienso en que el nuevo periodismo será el viejo periodismo. Y pienso en la crónica como eso que ahora forma parte del “storytelling”. Y pienso en Martín Caparrós y su Ñamérica y las pretensiones de algún día escribir, tantito, siquiera tantito de bien como lo hace él.
Y comienzo a escribir.