diciembre 5, 2025, Puebla, México

diciembre 5, 2025, Puebla, México

Todos los caminos llevan a Teziuhyotepetzintla / Ricardo Moreno Botello

Fragmento del libro: En el principio todo era niebla. Un viaje al Teziutlán de los años sesenta, de Ricardo Moreno Botello, (Puebla, Ediciones EyC, 2025), publicado con autorización de su autor. El libro se encuentra a la venta en la librería Profética

En los maravillosos años sesenta se llegaba a Teziutlán desde la ciudad de México o de Puebla por dos carreteras. Una de ellas entraba por el poblado de Xoloco después de atravesar algunas poblaciones veracruzanas como Perote, límite oriental de la meseta central, famosa por su montaña Nauhcampatépetl, de cumbre cúbica, llamada también Cofre de Perote. Perote es una región plena de leyendas, pero también muy conocida por sus jamones, tocinos, embutidos de cerdo y sus dulces de pepita o jamoncillos; Altotonga, con su sencilla y bella iglesia de portada ancha; y Jalacingo, una pequeña población que presumía a todos los viajeros sus iglesias contiguas, casi gemelas, dedicadas al santo Padre Jesús y a san Bartolomé; finalmente, la carretera pasaba por San Juan Xiutetelco, una  pequeña población perteneciente a Puebla que luce en su centro unos vestigios prehispánicos interesantes. Son cuatro pirámides que el pueblo reivindica de la antigua cultura totonaca y cuyos habitantes fueron sometidos en 1440 por los aztecas, dándole al poblado el nombre de Xiutelelco (“pirámides entre la hierba”). A propósito de este poblado recuerdo que en una ocasión fui con Hugo Eloy Meléndez y Rafa Gálvez para acompañar a nuestro amigo y maestro Miguel Ángel Valera, profesor del CEPMAC, cuando realizaba su campaña para diputado local. Llegamos en su flamante “vochito” que tanto me gustó y bajamos en el centro del pueblo donde nos recibieron unas chicas muy alegres y resueltas –acompañadas por el líder local del tricolor–, quienes le colocaron al candidato unos floridos collares. Así las cosas, entre los gritos, porras y alguna que otra mentada de madre subrepticia de los mirones, bajamos caminando, con los brazos entrelazados con las señoritas, hasta el lugar donde el “compañero candidato” improvisó su arenga.

La entrada por Xoloco era una carretera muy sinuosa y bordeada de barrancas, con casas pequeñas de madera y lámina sembradas en la orilla de los precipicios, apenas sostenidas por la Providencia. Al pasar por esta serpenteada carretera, podían verse sobre las casuchas unas caprichosas fumarolas lanzadas al cielo por las chimeneas de fogones rústicos que hacían la doble función de estufa y calefacción para sus habitantes.

En cierta ocasión tuve oportunidad de visitar una de estas pobres casitas de la zona de Xoloco, seguramente habitada por alguna persona conocida, y me asombró la manera como lograban rascar la ladera del barranco hasta crear pequeñas terrazas de no más de 3 metros de ancho por 4 de largo. En unas levantaban la casucha, en otras, al lado o más abajo establecían un pequeño corral y en otras más sembraban sus quelites y hortalizas, y así hasta llegar al fondo del precipicio donde alcanzaban el río. Allí se proveían de agua que subían en cubetas hasta la casa para sus necesidades hogareñas y también lavaban su ropa sobre piedras planas alineadas a la vera del río. A todo lo largo del precipicio, para conectar una terraza con otra, se implantaban también escalerillas rudimentarias, hechas con madera, piedras y lodo, que debían repararse después de las temporadas de lluvias y deslaves. Todo esto parecía muy ingenioso y folclórico, ciertamente, pero también constituía una amenaza latente para la vida de los cientos de habitantes marginados en esas barrancas que frecuentemente sufrían las consecuencias catastróficas de los derrumbes.

Curiosamente, en uno de estos lugares vi como escarbaban en la base de una planta de erizo o chayote para sacar el camote, el chayotextle. También estando en este predio conocí una planta muy interesante, hermosa, formada por hilos de color anaranjado intenso que envuelve la vegetación y trepa hasta los árboles. Esta maleza, llamada “fideo” o “hilos de Ángel” (Cúscuta sp) afecta hortalizas, frutales, ornamentales, plantas leñosas y legumbres, pero sus extractos se aprovechan en la elaboración de múltiples medicamentos; la maleza se vende al natural en los mercados para el baño de tina con propósitos terapéuticos anticonvulsivos y como relajante muscular, antioxidante y antibacterial. Así es que según las cualidades que nos informa la Dirección General de Sanidad Vegetal, son una maravilla estos hilillos dorados.

La otra entrada a Teziutlán era por el rumbo de Chignautla, el pueblo de los nueve manantiales.

Chignautla es la población de mayor peso simbólico en la zona: su densidad indígena que alcanza a un tercio de sus habitantes (de orígenes totonaca, otomí y mazateco), su cultura y lenguas, sus entornos naturales, su tierra y sus aguas cristalinas, sus productos naturales, su historia y sus leyendas, le han dado a este municipio una presencia notable en la vida de una región que comprende varias comunidades originarias.

A Chignautla se llegaba después de pasar las poblaciones de Tenextatiloyan, un pequeño pueblo alfarero donde comienza abruptamente el descenso a la sierra; Zaragoza y el cruce del camino que va para Zacapoaxtla; Oyameles y el resto de la sierra: Tlatlauquitepec, Teteles y Atempan. Cuando el tiempo estaba despejado se veía un paisaje de bosques y milpas, también numerosas extensiones de huertos sembrados de duraznos y manzanos, ciruelos y perales, aguacates criollos y capulines. En Tlatlauqui y en otros poblados serranos, muchos de los frutos iban a parar a los alambiques de avezados artesanos que los convertían en licores de capulín, zarzamora, ciruela, etc., de mucha fama en toda la sierra, al igual que los destilados de hierbas como el yolixpa que es buen digestivo semejante a un fino licor que conocí tiempo después en otras latitudes producido por unos rubicundos monjes cartujos.

En ese trayecto que se abría paso por la sierra nororiental, al dejar atrás las últimas poblaciones del altiplano (Oriental y Libres), se veían rancherías y poblados pequeños con establos y corrales, donde la vida animal transcurría inmutable con vacas pastando serenamente entre los árboles y mugiendo con flojera, de vez en cuando, indiferentes a los gallos y gallinas que con su escándalo respondían al glugluteo de los guajolotes, mientras correteaban libres entre cerdos y borregos cuyo triste destino sería alguna celebración parroquial o los puestos de barbacoa y carnitas de un mercado dominical como el de Atempan. 

Dos líneas de autobuses cubrían estas rutas hacia Teziutlán y poblaciones subsecuentes: los Autobuses de Oriente reputados como de primera clase, y los inolvidables Teziutecos, más antiguos y económicos, en los que con suerte lograbas un asiento, al lado de las aves ruidosas que subían los paisanos al autobús, llenándolo de un inconfundible aroma de corral.

Había una tercera forma de arribar a Teziutlán en los sesenta: el tren de vía angosta Oriental-Teziutlán. Este pequeño ferrocarril era un ramal perteneciente al Tren Interoceánico que tenía la ruta Veracruz-Puebla-Ciudad de México. El ramal Oriental-Teziutlán también se conoció con el poético nombre de la ruta de la niebla y dio servicio de transportación de pasajeros y mercaderías durante casi un siglo, desde 1900 a 1993. El ferrocarril tenía en la parte alta de Teziutlán una estación muy bien construida que por fortuna se conserva hasta hoy en día. Es una estación que ha sido mudo testigo de innumerables historias de viajeros, del movimiento comercial de minerales y otros productos de la sierra; pero que también atestiguó el caos heroico de la Revolución y el paso del tiempo en una ciudad que si bien mostró orgullosa los signos de su progreso, también dejó evidencia de su ensimismamiento, tal como se relata en el hermoso libro testimonial Historia de un tren de Conchita González Molina (2023).

En algún fin de año, creo que el de 1964, tuvimos la suerte de viajar toda la familia en el tren de vía angosta que partía de Teziutlán, con motivo de unas vacaciones que pasamos en la ciudad de México. Fue una gran experiencia subir a sus pequeños vagones de pasajeros, con sillas de madera, muy parecidas a los bancos de encino que vemos en algunos patios y jardines. El paseo fue de ensueño, se sentía muy agradable el avance del tren y escuchar el golpeteo de las ramas que se atravesaban en la vía y casi entraban por las ventanas. Además, se disfrutaban en grande las variadas vistas del paisaje, distintas a las que se observan en la carretera; porque el viaje en el “tren de la niebla” era más íntimo y la vegetación devenía nuestra compañera de viaje.

Fue una travesía envuelta en la flora, cruzando bosques, rodando al lado de frutales y de milpas de tradición milenaria, observando en cada curva una locomotora que lejana y presurosa irrumpía la lozanía del paisaje y arrastraba tras de sí su larga cola de vagones. De repente, sin advertencia alguna, el tren encaraba una densa masa de niebla que borraba todo el colorido del campo y lo engullía, vagón tras vagón, en su etérea materialidad. Sin embargo, así como entraba en la niebla salía de ella, de manera intermitente, encontrando a su paso algún pueblo de la serranía donde el tren hacía una parada para subir y bajar pasajeros. Esto ocurrió en Tlatlauqui, Zaragoza y Libres, donde las paisanas, conocidas como “vendedoras del tren”, aprovechaban para ofrecer panes, gelatinas, tamales, atole, tacos, tlayoyos y otros productos a unos pasajeros hambrientos que con medio cuerpo colgando por las ventanillas compraban los distintos bocadillos que les apetecían. Las “vendedoras del tren”, con su vestimenta tradicional de falda larga, delantal y rebozo, cargando sus canastas de comestibles, formaban todo un movimiento comercial alrededor de las vías del ferrocarril creando un buen impacto económico familiar en cada estación. Todo esto ocurrió hasta nuestra primera meta que fue la estación de Oriental.

Oriental era un poblado ferrocarrilero establecido en el distrito de San Juan de los Llanos en Puebla, que surgió a partir de una estación importante del Tren Interoceánico en la ruta Veracruz-Ciudad de México. Allí dejamos la ruta de la niebla y abordamos el ferrocarril de vía ancha que nos llevaría a Puebla para transbordar allí nuevamente y recorrer el último tramo de nuestro viaje a la ciudad de México. Fue un viaje inimaginable, de no menos de 12 horas, que al final nos resultó cansado, aunque colmado de paisajes novedosos, asombrosos, diferentes en todo el trayecto del ferrocarril, hasta culminar con el sorprendente arribo a la gran estación de Buenavista, en el Distrito Federal. La llegada a la ciudad de México fue en sí misma una experiencia inusitada, un curso del ferrocarril cada vez más lento, pasando por las serranías del altiplano hasta ir alcanzando las poblaciones de la periferia oriente, en entornos que perdían progresivamente su carácter campestre y cuyos caseríos se habían desdibujado como pueblos para subsumirse en los suburbios de una capital en perpetuo crecimiento.